Opinión

4 de octubre, Fiesta Solidaria

La Iglesia recuerda a San Francisco, el pobrecito de Asís, el que dio todo por los demás

Enrique García-Agulló

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Este periódico tiene otras virtudes además de la información o de la más o menos sagaz crítica de lo que pasa en el mundo o en la política. Se llama Fiesta Solidaria, un remanso singularmente pacificador en estos días en los que cuidarse uno supera con creces al cuidado de los demás.

Yo no opero directamente en la acción social, pero les puedo decir que sí que la he venido sintiendo desde hace muchísimos años a través de una persona muy próxima a mí que, precisamente, celebraba ese día su cumpleaños, cuando la Iglesia recuerda a San Francisco, el pobrecito de Asís, el que dio todo por los demás, el que hizo de su misión en la vida una verdadera fiesta de la solidaridad.

Esta persona, que años antes de cursar sus estudios de Trabajo Social, muy joven aún, quizás demasiado, en esa edad en la que la adolescencia se muta en el compromiso de la juventud, ya estaba en la trinchera. Que, para poder ayudar mejor a quienes lo necesitan, además de su primera diplomatura universitaria, sacando tiempo de donde no existía y compaginando tareas funcionariales o familiares, para poder seguir atendiendo mejor su vocación social, se entrenó también como terapeuta familiar, se hizo la Licenciatura de Psicología y con buenas notas, justo es decirlo, y posteriormente se introdujo en los estudios de Criminología, amén de haber armado su formación a su costa con un largo rosario de cursos y jornadas con los mejores especialistas en su materia, más allá de la oferta de la Administración.

Y aunque empezó en aquella interinidad con la que la incipiente Junta de Andalucía organizó su funcionariado, tuvo después los suficiente arrestos, pasando alguna que otra vicisitud por cuestiones de los políticos que mandaban en el cotarro y de los palmeros que les aplaudían, de sacar por oposición su plaza en la función pública mientras seguía trabajando en esa primera línea de defensa de unos y de otros, desde los de más tierna edad hasta los que necesitaban un brazo por arriba en esos tiempos quinceañeros en los que todo se puede revolver. Como con los padres y las familias. Siempre en el frente, sin apego ninguno por las más cómodas situaciones de gestión, sin alejarse de las personas, colaborando en el reencuentro cuando se podía y se debía luchar por él o facilitando puentes por los que cruzar tan turbulentas aguas.

Esta persona, a la que he visto trabajar para los demás en turnos de día, tarde o noche, me dejó claro desde siempre una sentencia, que había que cuidar al cuidador. Y en este 4 de octubre, al caer la tarde, este diario, una importante fundación y hasta el mismo alcalde de la ciudad, han estado pasando unas horas junto a tantísimos cuidadores anónimos que en ese día pudieron sentirse también ellos cuidados en su Fiesta de la Solidaridad. Yo estuve allí y les aseguro que daba gusto ver a tantos representantes de ONGs y Asociaciones reunidos dejándose cuidar por unas horas.

Mientras, puertas afuera de la Casa de Iberoamérica, más allá de la Puerta de Tierra y del Fuerte de la Cortadura, España seguía con sus trapisondas, el planeta cabreado con sus incendios, volcanes, riadas o terremotos y, este mundo, revuelto con los americanos echando a su presidente del Congreso, con el Sahel en armas, con el Medio Oriente o el Oriente entero descompuesto y con la gente perdida en tristes y dolorosos éxodos, ayer de ucranianos masacrados por Putin, hoy de armenios y, siempre, de cayucos y balsas por la mar.

Hace falta esta fiesta porque hay cuidadores. Y muchas fiestas más. Que no se aburran, que los queremos mucho. Hay que cuidar a esos cuidadores porque ya se ocupan demasiado los políticos en mirarse antes su ombligo que querer ver las tristes caras de los que necesitan ayuda y cuidados para poder sobrevivir.

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