Mañana

Si nada lo impide, el domingo iré a votar por mis convicciones y para aportar mi cuota participativa

Enrique García-Agulló

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La historia del voto libre aún es muy débil y las nuevas generaciones deben conocer cuánto ha costado lograrlo. En la Constitución de 1812 ya se estableció un sistema electoral, aunque bastante farragoso. En tiempos de Franco se promovieron dos referendos, elecciones municipales de aquella manera con sus tercios de sindicatos, entidades y familias. Y por dos veces se votaron Cortes. Tan curioso era el sistema de juntas y compromisarios del 12 como el paternalismo del pasado régimen en el que votaban los 'cabezas de familia'.

Tampoco se votaba libremente en más de media Europa durante la mitad del pasado siglo, desde el Telón de Acero hasta Siberia. Ni en China, que los comunistas son muy suyos. Tampoco pudieron votar las mujeres en la pacífica Suiza hasta 1971, cuando ya en nuestra II República pudieron hacerlo al menos en dos ocasiones. O que, en Estados Unidos, la población de color no pudo votar libremente y en su plenitud hasta 1965.

Pero salvo Norteamérica o Suiza, en todos los países libres de esos que nos gusta llamar tanto de nuestro entorno, el voto y las elecciones libres están consolidados hace muchos años y conforman, precisamente, la moneda de cambio con la que se alternan los distintos partidos para gestionar la cosa pública, salvando puntuales circunstancias. Me reafirmo en esto porque el voto es el primero y el más genuino derecho de la democracia, el momento en el que podemos apostar porque quienes nos vayan a representar en las Cortes, de donde no sólo saldrán las leyes, que esperemos sean las más oportunas, elegirán también por nuestro encargo el gobierno que se ocupe de nuestros intereses en los siguientes cuatro años.

La Ley de Reforma Política nos condujo a nuestras primeras elecciones generales en libertad y en 1978 votamos nuestra actual Constitución. En estos últimos nueve lustros ya hemos votado dieciséis legislaturas y seis presidencias de gobiernos con no sé ya cuántos ministros, subsecretarios o secretarios de Estado, amén de las Comunidades, pero uno de los tres poderes, el judicial, no ha tenido la suerte de alternarse tanto. Ah, ojo, que desde entonces también hemos sufrido dos intentonas de golpe de Estado.

Mañana el gobierno, en plena canícula, nos ha llamado a votar la decimoséptima legislatura con media población holgando y la otra media trabajando, aunque esperando un puentecillo en alguna que otra región o, al menos, soñando con ese domingo para descansar. Pero ahí iremos, con generosidad y raciocinio, a depositar nuestro voto otra vez en medio de estas dos Españas enfrentadas en ese desentendimiento áspero y cansino más añoso ya que los grifos amarillos.

Si nada lo impide, el domingo iré a votar, claro está. Por mis convicciones y para aportar mi cuota participativa. Ojalá que me salga bien y que pueda ayudar con esta «cuota parte» que me corresponde a que mis elegidos puedan contribuir al bien común de todos los españoles cuando juren o prometan sus honorables puestos de senadores y diputados. Ya me gustaría a mí que, además, por su conciencia y honor, hicieran con su honra sus promesas reales comprometiéndose, incluso más allá de las directrices de sus partidos, para representarnos a toda la sociedad eligiendo un gobierno que satisfaga nuestras necesidades y procure nuestro bienestar. Que ponga todo su empeño en buscar para nosotros leyes sabias y justas que favorezcan la reunión de todos los españoles. Que fomente la creación de empresas y puestos de trabajo que es lo que más dignifica a las personas. Que ponga su mayor celo en el tratamiento de los caudales públicos que les entregamos a través de los tributos o que nos haga sentir una Nación libre, actualizada y respetada por todas las demás. Así que, mañana, con cabeza y corazón, a votar, por favor.

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