OPINIÓN

El recreo

Este caso ha puesto de manifiesto la pasividad de una sociedad que no asume su papel protagonista principal en la prevención del acoso en todas sus manifestaciones y formas

Antonio Ares

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Hubo un tiempo de adolescencia en el que nuestro espacio de libertad se limitaba a las dimensiones del patio del colegio o instituto. La jornada escolar se podía plantear como tediosa o aburrida para unos o, por el contrario, ilusionante y motivadora para otros. Algunos ... con irresistibles ganas de que aquello acabara cuanto antes, otros, en cambio, inmersos en un proceso voluntario de aprendizaje. En lo que sí estábamos todos de acuerdo era en que el mejor momento era el recreo. Ese paréntesis escueto que servía de convivencia y liberación. Se usaba para dirimir cuitas de niñez, de espacio creativo donde poder expresar la locuacidad o la madera de líder de algunos, donde se manifestaban las condiciones de los que iban a destacar en actividades deportivas. Donde la mofa con el distinto se hacía a la cara y mirándole a los ojos. Donde el gordo, el gafas, el pecas, el pelirrojo o el »patachula» asumían su idiosincrasia con naturalidad. Donde todos encajábamos las críticas y las burlas a pecho descubierto, sin clandestinidad anónima. Donde los matones de patio tenían el poder muy restringido. Los lugares de recreo de los centros escolares siguen teniendo las mismas toscas condiciones que antaño. Solares de cemento descubierto, con la solana y la intemperie como techumbre, sin arbolado alguno y escasez de fuentes, con obsoleto mobiliario deportivo que contrasta con una sociedad cada vez más volcada en el deporte. Pero han dejado de ser ese espacio de convivencia, sustituido por las redes sociales, donde el anonimato, la malevolencia y la vileza adquieren su máxima expresión desde edad temprana.

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