OPINIÓN

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David y Miguel Ángel no dudaron en cumplir las órdenes de unos mandos que no supieron velar por la seguridad de sus subordinados

Antonio Ares

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Aquella aciaga noche de febrero fue más invernal de lo habitual. Más negra y más ventosa. La fatalidad, disfrazada de incompetencia, quiso que se cometieran muchos errores. Las consecuencias, las peores posibles. Las víctimas mortales fueron los únicos que antepusieron el sentido del deber a ... la inconciencia y la torpeza de los que dicen saber mandar. David y Miguel Ángel no dudaron en cumplir las órdenes de unos mandos que no supieron velar por la seguridad de sus subordinados, esos que desde sus despachos ordenan misiones, a sabiendas de que no cuentan con los medios adecuados. Todos sabían que el desequilibrio de fuerzas y de medios podían tener consecuencias nefastas. Y, a pesar de todo, no les templó el pulso. Después vinieron las detenciones erróneas de los presuntos homicidas que, con pruebas irrefutables, hubo que dejar en libertad. Y, cómo no, toda una ristra de declaraciones políticas en las que nadie asumió su responsabilidad.

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