OPINIÓN

Las cosas rotas

«Las cosas ya nunca se arreglan. Que se transforman o se abandonan»

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Desde que Pepe, mi perro cachorro endemoniado, llegó a mi vida he aprendido a desatarme de lo material. No ha habido otra. Durante los primeros meses se dedicó a morder, romper y destrozar con inquina las cosas que yo más quería. Mis zapatos, mi camiseta favorita, el cojín donde yo ponía la cabeza para las siestas, la manta que me tapaba contra el frío en las siestas, el cable de mi flexo, el cable de los altavoces y así otros tantos cables, todo sumando un número indefinido de víctimas. Entre lloro y grito, las he ido acumulando en las estanterías de la casa, otras en cajas y unas cuantas incluso en el lugar mismo de los hechos, como recordando el crimen para nunca se olvide. En las listas de objetivos/deberes para cada mes siempre aparece la misma frase: «Arreglar las cosas que rompió Pepe».

Algunas, parece evidente, ni siquiera tienen salvación y otras, todavía guardo la esperanza, habrá algún zapatero o antiguo artesano que resistió a la gentrificación de mi barrio y todavía puede hacerles un remiendo. No sé muy bien qué me lleva a conservarlo todo. Desde luego, de existir el lugar, tendré que ir en varios viajes. Lo que sí tengo claro es que la relación que establecemos con algunos objetos, pienso, tiene mucho que ver con el amor. Con la memoria. A todos nos pasa. Es igual con las personas, con las parejas, con los amigos. Las relaciones que más apreciamos, yo creo, suelen tener en común el haber tapiado la incertidumbre de los vínculos que, a mí, en frío, siempre me ha parecido más un milagro humano que otra cosa, y terminamos por pensar que son infinitos. Que no va a haber mirada extraña, evolución repentina, precariedad ni circunstancia adversa, ni mucho menos perro endemoniado, que las rompa sin remedio.

Verás, en la última semana, casi a la vez, no sé si por la edad o el inverno crudo, he tenido que consolar ya a varios amigos después de su ruptura. No solo Shakira tuvo la suya el año pasado. El caso es que cuando se consuela a un amigo cuando se rompe una relación, ya tenga ésta unos meses o varios años, se trata con el material más delicado que existe. De alto voltaje. Y aun así, cuando el amor se acaba o se transforma, vive siempre ese momento en que pareciera una taza que estalló en mil pedazos y hay que ir analizando cada uno de ellos en el suelo esparramados poco a poco. Dónde iba cada uno, porque iba unido a un sitio u otro. Buscar el por qué, en definitiva, todo junto formaba ese objeto maravilloso que nada más dejar de existir ya le está destrozando el alma.

Un amigo poeta decía sobre la muerte que era algo muy parecido. Que efectivamente algo se rompía cuando alguien muere y que lo importante era reunir todos esos trozos de lo roto, como si fueran teselas, y que al fin y al cabo la memoria era un mosaico interior que reconstruías con ellas. Ya te digo, de una forma u otra, en el desamor o en cualquier otra circunstancia, a todos nos ha pasado. A veces hay que tomar la decisión: o se hace el mosaico o se reconstruye la taza. O dejas ir o tienes la suerte y la destreza de que vuelva a tomar, en apariencia, su forma original. Lo cierto es que nunca vuelve a ser lo que es. Y no es malo. Yo, supongo también que como todos, tardé mucho tiempo y malgasté mucho dolor en entenderlo y que, como suele suceder en los casos donde esto sucede, las cosas ya nunca se arreglan. Que se transforman o se abandonan. Y se pierden amores que pudieron ser otros tipos de amores o tazas que, bien lo sabe por dentro cada uno como una herida, pudieron ser, yo qué sé, ceniceros o jarrones. La cosa es que uno empieza a comprender más tarde que más vale el remiendo de lo bello que su destrucción. Que más vale su memoria que su olvido. Yo, por si acaso, y fruto de ello probablemente, ahí sigo acumulando mis cosas rotas en cada esquina de esta casa, como si mi ésta fuera ya prácticamente un museo de los horrores pepescos y sus dientes de cachorro endemoniado, pero siempre con la esperanza de que sus nuevas formas algún día se hagan presentes, que no ceda yo en los intentos de recordarlas o, al menos, sepa despedirlas con el amor que un día recibieron.

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