OPINIÓN

Porno

Se puede y se debe hacer de otra manera porque las consecuencias y el dolor son, por desgracia, siempre desconocidas

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Nunca me ha gustado el periodismo de sucesos. Como todo en la vida, hay gente que vale para unas cosas y gente que vale para otras. A mí me da una aprensión especial hablar con una víctima. Cuando me ha tocado, he hecho lo que he podido. Con el tacto que he podido o me han dejado. En esto de contar desgracias, a menudo hay una dicotomía entre la ética y la información, entre lo que es relevante y útil para el lector y lo que, sencillamente, solo sirve para el morbo del personal. A simple vista es evidente. Las líneas rojas, en un primer momento, desde la distancia, parecen sencillas de delimitar. Y me atrevería a decir que lo son, pero no te creas. Ojalá fuera tan fácil.

El tema tiene tanto calado que, hoy por hoy, es ahí donde se debate la supervivencia del oficio. No hay ni un solo artículo que de más visitas ni audiencia que la noticia de un muerto. Yo he visto en directo esos números en el contador de usuarios de una web. A veces triplica, quintuplica lo que horas antes tenías. Por si no lo sabes, los periódicos, las teles, viven de eso, de visitas y de audiencia. Y a nada que el morbo de ver más de lo que deberías es una posibilidad, eso sube como la espuma. Te cuento esto porque esta semana, después del incendio en dos discotecas el pasado domingo en Murcia que acabado con 13 fallecidos, el tema se ha convertido en el centro de las tertulias televisivas y portada en casi todos los medios nacionales.

Más allá de la investigación sobre el origen del incendio y la más que probable negligencia por parte de la administración pública que lo posibilitó, tengo clavado un audio de una de las chicas que murió aquella noche. En el vídeo, su padre, desorientado ante las decenas de micros y cámaras a su alrededor, acaba por enseñar frente a la audiencia el último mensaje que su hija le mando despidiéndose ante una muerte que ya veía segura. Nada más que escribiéndolo aquí para explicarlo tengo mal cuerpo, te lo aseguro. Pero creo que es necesario decirlo: Tengo la absoluta certeza de que permitir que eso salga a la luz en pleno shock, siquiera todavía en el duelo por parte de los familiares de las víctimas que pasan, sin duda, el peor momento de sus vidas, es una perversión moral.

No estoy, bajo ningún concepto, señalando a ni uno solo de los profesionales que estaban en el corro de periodistas. Plantear eso sería, a la par que fácil, no entender el problema. En este oficio hay una división clara entre curritos y jefes. Lógica, como en todo trabajo. Pero el que pone el micro es solo el último eslabón de la cadena. Hablamos de un problema general. En el que la audiencia también está en el saco. Aquí no se salva nadie, ya te lo he dicho. Si se publica es porque se lee, si se pone una cámara y el plano se regodea en la lágrima y la tragedia, es porque el espectador lo ve y lo requiere. Pero la última decisión para hacerlo le compete a quienes le compete.

Sinceramente, creo que ni un solo euro de lo que pueda generar ese vídeo legitima el daño que puede ocasionar, ya no en el corto plazo, sino en el largo a las víctimas tanto directas como indirectas. Yo he estado en situaciones parecidas, he estado ahí, en ese mismo nubarrón de micros, bolígrafos y cámaras, como el currito, y puedo decirte que no me he sentido más sucio en mi vida como cuando la cámara se apaga y el que estaba hablando con cierta entereza rompe a los pocos segundos a llorar.

Con todo, insisto, hay matices. Hay periodistas de sucesos magníficos, elegantes, que ponen sobre la mesa la condición humana y la explican y la ponen en práctica a la hora de hacer su trabajo. Pero la pornografía emocional, cualquiera lo sabe y no tiene por qué haber escrito nunca un artículo, solo es propia de una sociedad degenerada. Se puede y se debe hacer de otra manera porque las consecuencias y el dolor son, por desgracia, siempre desconocidas.

Verás, en 2004 yo tenía 10 años. Recuerdo perfectamente como aquella tarde de aquel 11 de marzo, mientras merendaba después del cole, ponían una y otra vez los mismos vídeos de gente en shock, algunos sangrando, gritando, otros casi convalecientes delante de la pantalla. Tardé casi un año en dejar de tener pesadillas. Entiendo perfectamente por qué había que grabar aquello, pero no sé hasta qué punto el dolor que es necesario conocer no llega a convertirse, a veces, en su profundidad y repetición con fines puramente monetarios, en un goce casi masoquista que nos hace, definitivamente, peores.

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