OPINIÓN

De noche en el supermercado

El neorrealismo de nuestro tiempo tiene lo peor del pasado y lo peor del futuro

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En un supermercado la gente está a sus cosas. Siempre tengo la sensación de estar solo a pesar de que, evidentemente, hay otros pululando por los pasillos. De un tiempo a esta parte me he propuesto fijarme porque pienso que parte de esta sensación de cansancio generalizado es que no prestamos mucha atención a los demás. Que el curro lo encharca todo, incluso las acciones más cotidianas que podríamos decir que en un tiempo fueron de descanso de la mente y ahora por lo de producir como paradigma uno las vive como burro que solo mira adelante. No te creas que es fácil, tampoco. Está muy bonito escrito aquí lo de encontrarse las miradas y tal. Pero como nadie lo hace, pareces un perturbado. Ayer me bajé al súper del barrio y me quedé mirando a un chaval, tendría mi edad más o menos, y frente a mi sonrisa cómplice de hermandad proletaria me puso morritos y miró al suelo.

Es normal, la vida se parece a veces a las películas, pero en lo que respecta al supermercado se te cae el mito. Yo suelo ir normalmente llegadas las nueve menos cuarto de la tarde. Casi al cierre. Es la hora a la que puedo. He conseguido que la cajera me mire con misericordia porque cada vez que entro junto las manos pidiendo perdón. Supongo que porque no soy el único. Una vez entras a esa hora punta casi todos los que están allí deambulando sin mirarse las caras y tratándome a mí de perturbado tienen las mismas ojeras. Allí, como pollos sin cabeza, también pillan tres cosas para la cena, algo para la comida del día siguiente. Café. Para producir, producir, producir. El café es hoy por hoy la gasolina de los precarios, lo vengo creyendo de un tiempo para acá. Siempre hay alguien conmigo en el estante del café y siempre los percibo con las mismas ganas de quemar cosas llegada esa hora del día.

Luego están los estantes de comida precocinada, donde los que se juntan allí en esos diez minutos antes del cierre se pelean por los envasados de plástico con más colorines y casi podría decirse que, al fin y al cabo, conforman una tribu urbana en sí misma. «Triglicéridos altos» es algo que te dice un médico cuando solo comes comida de mierda, pero también podría ser el nombre de un grupo indie.

Luego la cola. Va rápido, claro. Son cuatro cosas. Hay quien en los segundos que la hilera se acaba pilla cerveza y también los hay que pillan un Monster. Cada uno tiene su droga dependiendo de la noche, supongo. El ambientillo es como una rave al revés, si lo piensas, aunque en mi súper ya no ponen ni música. Además de la fauna precaria, que se juntan como robots imprecisos mientras pasillean como si la lista de la compra estuviera pensada, siempre hay algún guiri que compra lechugas y tofu, un estudiantillo que compra spaguettis y tomate, el que vive en la calle y compra el cartón de vino o la lata de conservas.

El neorrealismo de nuestro tiempo tiene lo peor del pasado y lo peor del futuro. Cada cual está a sus cosas, ya te digo. Mi gran oportunidad para mirarse a la cara con extraños en el súper está siempre cuando llega mi turno y, sin remilgos, le digo a la cajera que qué tal el día. Es algo que hacía cuando era más chico, me salía solo, pero con el tiempo, por mimetismo o esta cultura inyectada de que la gente te importe un bledo, perdí la costumbre. Me dicen lo típico. «Ahí vamos». «Con ganas de irme ya a casa».

Es en esa respuesta, cada día, cuando llego a la conclusión de que lo decrépita que es la performance. De lo absurdo que es, en el fondo, pensar que porque uno sea amable la performance decrépita a la que asistimos en esa cola deja de serlo. Porque hay una diferencia notable entre quienes vamos a esa hora al supermercado y los que no. A la cajera le respondo siempre lo mismo. «Ánimo, que queda poco». Como si no fuéramos a encontrarnos al día siguiente. Como si ella, a juzgar por su cara, no estuviera valorando íntimamente si llegada la hora de bajar la persiana compensa más la llave o la cerilla.

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