Si una noche una paloma

Hace años que me fui de Cádiz y viví siempre en un interior donde el mar no se olía y el pescado estaba siempre congelado

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Hay cosas que nunca están en su sitio porque el suyo es todos los sitios. Intento decirme eso a veces al espejo. No por nada, sino porque cuando uno no sabe muy bien dónde quiere estar, se siente con el privilegio de pertenecer brevemente a los lugares donde se queda y crea, casi sin querer y por un instante, ciertas relaciones identitarias que resultan divertidas en tanto que, a mí, al fin y al cabo, mi identidad me la trae un poco al fresco y solo me satisface como juego por mucho que la nombre. Hace años que me fui de Cádiz y viví siempre en un interior donde el mar no se olía y el pescado estaba siempre congelado. Por mucho tiempo he estado a gusto y, creo, sigo estándolo. A lo mejor porque, como un guiri privilegiado, el gaditano que se exilia vuelve a casa en verano y se queda con la familia en un momento del año donde todo luce más y se percibe más, en tanto que el mito español que nos articula, al fin y al cabo, denomina esta tierra un paraíso solo en unos meses muy concretos y así uno lo acepta. El otro día vino Anita a visitarme y fuimos a la playa a tirarnos al sol como dos lagartos a tostar. Nos extendimos ambos con dos gafas de sol que nos convertían por momentos en dos avispas de cuerpo blanco, ávidas de recoger melanina para todo el año, como hormiguitas del rayito de luz que se cuece en la piel y la enrojece antes de volver al secarral. Me di un baño. Le pegué un par de hostias al mar por picado, y él a mí otras cuantas y, de pleno, cuando llegué a la toalla, me encontré una paloma. Un palomón negro. Sentado. Y luego gaviotas, más prudentes. Pero el palomón. Me acerqué y se fue volando, menos mal, y le dije algo a Anita que no recuerdo muy bien sobre la organización de la vida, nuestras cosas y esto de no saber muy bien qué hacer ni cómo en el sentido estricto de los quehaceres y me senté un rato, después, mirando el mar. Sabes, lo de la vida sin pertenencia concreta, sino creada, es un garrón, porque no está uno nunca a lo suyo, sino haciendo lo suyo, intentando que ese algo tenga importancia, cuando en el fondo, con esta personalidad maltrecha de quienes no saben muy bien dónde poner el culo, tienes siempre ese punzón en la cabeza, la misma resaca de no saber un pijo sobre nada, de no creer realmente en nada, ya votes o dejes un curro o refundes un amor o vayas a casa y la pintes de colores o compres un transistor de doce euros. Todo es una decisión manida a la que se le ven las costuras a lo lejos. Nunca ninguna acción funciona con certeza para constituirte si la palabra está escacharrada. Hablaba yo con Anita todo esto y el palomón volvió a acercarse. No venía solo ¿Habéis visto alguna vez la de Hitchcock? Esta vez eran tres. Gris, blanca y negra. Una multiculturalidad de palomas. Las tres con un caminar con 'flow' abriéndose paso entre los playistas. Seguí a lo mío y Ana me respondía y luego yo, y luego ella. Una buena conversación salva de cualquier miedo infundado sobre palomas que te persiguen. Nos fuimos a casa. Miré al cielo y no vi nada, solo cielo. Es raro llamar casa a un sitio donde no vives más de unos días al año y dudar de la naturaleza del cielo que, a fin de cuentas, lo ves todos los días. Era temprano y Ana quería ver 'Barbie' y yo también. Os recomiendo esa fumada de rosa. En esta perdidumbre, el cine es algo así como una casa alquilada por horas que siempre que abres su puerta vuelve a ofrecerte esa sensación impostada pero necesaria de que al menos en algún sitio del mundo todo está tal y como lo dejaste. Cuando estábamos en la cola para las entradas, en mitad del centro comercial y los gritos de los niños, apareció una paloma. Negra. Palomón. Ana ni se inmutó. Yo le dije: «Ahí hay una paloma». Mi cara. Fui a verla de cerca. Tuve ganas de decirle: «qué haces aquí», pero tenía miedo de que la pregunta se volviera en mi contra. Volví a la fila y volví a decirle a Ana: «no será…». Y se encogió de hombros la tía.

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