OPINIÓN

Matemáticas

Cuando uno no hace nada ve cristalinamente que todo en esta vida que vivimos como se puede tiene que ver con el tiempo y con el deseo

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Me han venido unos días de asueto estos días y cuando nada hay que hacer uno recuerda. Eso lo tengo comprobado. Ayer me acordé de que cuando tenía 12 años en una clase de matemáticas eran las ocho de la mañana y decidí que quería hacer desde entonces solo lo que yo quisiera, lo que me saliera de dentro, sin concesiones. Pobre diablo. No me gustaban las matemáticas y tengo la escena en carne viva porque, desde entonces, soy un desastre para las matemáticas y, a pesar de aquella maravillosa ocurrencia, como comprenderás, he faltado a mi promesa cada día con una periodicidad tenaz, casi matemática, aunque al no saber, no me doy cuenta, claro. Son incontables, eso seguro. El deseo por el deseo, sin embargo, ahí sigue.

Reflexionando un poco he llegado a la conclusión de que aquel muchacho que era yo pero ya no soy yo tenía en su discurso ingenuo un fondo de heroicidad casi revolucionaria, pero también un problema. La gente debería de hacer lo que quiere, porque es esa libertad lo que posibilita que uno sea feliz con cierta frecuencia. Lo que pasa es que, en el fondo, eso, lo que quieres, nunca es tan evidente. No sé tú, pero yo no sé lo que quiero la mitad del tiempo. En realidad no sé casi nada. Quiero estar tranquilo, pero eso no le vale a nadie. Ya te digo, yo me miro en el espejo estos días que no hago nada, me miro y pienso: ¿Qué narices quiere este tío? Y nada, al de enfrente el tiempo le va pasando como oruga que se le mueve por la piel y le inquieta a veces cuando nota un mordisco diminuto, aunque la mayor parte veces ni siquiera se da cuenta. Cuando uno no hace nada ve cristalinamente que todo en esta vida que vivimos como se puede tiene que ver con el tiempo y con el deseo. Y con estar tranquilos, aunque eso a nadie le importe.

Lo bueno de no hacer nada es que uno no solo recuerda, sino que en el vacío también se pregunta cosas ¿Qué es la estabilidad? ¿Qué es tener miedo? ¿Tenemos miedo o estamos hartos? ¿Estamos hartos o estamos sedados? Siempre pienso: cuando escribo quiero hablarles a los míos, a mi generación. Pero ¿Qué es una generación? ¿Un modelo productivo? ¿A quién cojones le hablo cuando escribo aquí cada semana entonces? ¿Al modelo productivo? ¿A los consumidores? ¿Soy yo un producto? ¿Un producto que produce? ¿Soy honesto? ¿O solo estoy alargando la bola de de crear literatura de tres al cuarto sobre una situación, llámese precariedad, depresión generalizada o asesinato cómplice a una generación entera, que a lo mejor simplemente debería estallarles a quien les toque en la cara y punto?

Te confieso que cuando empecé a escribir aquí solo me guiaba el deseo. El deseo de contar. Creo que porque amaba el mundo tal como era y me gustaba darle forma porque la belleza, cuando nos la creemos, sentimos que es infinita y dúctil. No perece. Ahora supongo que, como si de una relación tóxica se tratara, simplemente lo soporto porque no hay otra. Hay destellos de esa belleza de vez en cuando, sí, de amor, claramente. Pero lo que queda de fondo es siempre este sentimiento perpetuo de resistencia. De que algo no encaja. Y empiezo a estar bastante convencido de que en algún momento, no sé cuál, la mayoría de nosotros hemos dejado de desear con la plenitud propia de los vivos y, como el niño que yo era en aquella clase de matemáticas, nos hemos plegado a la crudeza de los números. Lo veo en cada amigo que me llama por teléfono, en cada café que me siento y le veo la cara al otro que resopla antes de empezar hablar. A mí mismo en el espejo. «Todos mis amigos están tristes». Le puse ese título a una de las primeras columnas que escribí en este periódico y creo que nada ha cambiado salvo en lo esencial. Después de un año y pico, cada vez hablo más a tumba abierta, perdona. Además de triste creo que, como todos, empiezo a estar un poco cabreado. Te prometo los datos la semana que viene.

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