Los taxis y lo otro

Una vez que se abre la puerta a la competencia es imposible volver atrás

Grupo de taxis concentrados en el paseo de la Castellana, Madrid EFE
Luis Ventoso

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La última vez que viajé de Madrid a La Coruña, el vuelo de ida me costó 55 euros. Un buen precio, porque la creciente competencia introducida por las aerolíneas de bajo coste ha abaratado volar y ha universalizado el avión. Cuando llegué al aeropuerto de Alvedro pasaba de las diez de la noche. Ya no había servicio de autobús para bajar a la ciudad, así que tuve que tomar un taxi. El vehículo tardó unos diez minutos en llevarme a mi destino y me calzó 24 euros, una tarifa sin lógica económica, toda vez que equivalía a la mitad de lo que me había costado el billete de avión. Me pareció un abuso, propio de un modelo de ribetes monopolísticos, pues para salir de allí a aquellas horas tenía que ser necesariamente en taxi (o haciendo dedo, lo cual me pilla viejo). Como no quiero volver a hacer el pánfilo, la próxima vez me informaré sobre si puedo hacer el trayecto de modo más barato recurriendo a un VTC (vehículo de transporte con chófer), las siglas con que se conoce a los coches de Uber y Cabify.

Nadie quiere pagar más por una oferta idéntica. Esa es la lógica del usuario. La misma que hace que Telefónica, en su día un monopolio, se mida hoy en el mercado abierto con Orange, Yoigo, Jazztel o Vodafone, a los que trata de ganar con mejor precio y servicio. Del mismo modo que tras la interrupción de internet los periódicos han tenido que batirse con medios nativos digitales y con la difusión de noticias a través de las redes sociales estadounidenses (donde, por cierto, vampirizan la información de los diarios sin apoquinar un euro). Hay más ejemplos de cómo internet ha revolucionado la economía. Antaño, cuando nos íbamos al extranjero, comprábamos hotel y vuelos en una agencia de viajes. Hoy lo hacemos en las webs de las aerolíneas y eligiendo hotel en plataformas como Booking o Trivago. Las agencias han tenido que reinventarse. Antes un músico de cierto nivel publicaba un disco y podía ganar un dinero vendiéndolo. Ahora las plataformas de streaming han jibarizado esa vía de ingreso. Los músicos de clase media viven de sus conciertos. En el siglo pasado en las ciudades había fábricas de hielo, pero llegaron las neveras domésticas. Los actores de cine mudo se resistieron al sonoro (y ya saben cómo acabó la historia). En las plantas de coches los robots son ya la principal mano de obra y los vehículos sin conductor, pilotados por una inteligencia artificial, acabarán suprimiendo casi todos los empleos de chófer. La tecnología voltea el mundo. No hay dique que la pare cuando arranca.

Pero dicho lo anterior, la protesta de los taxistas parece justa, porque hay algo en lo que tienen razón: los Uber y similares que compiten con ellos vía internet deben hacerlo en pie de igualdad, en un marco reglado, con las mismas tasas, licencias, impuestos y normas laborales. Y eso ahora no sucede. Del mismo modo que Amazon rivaliza con El Corte Inglés sin tributar como el gigante español; o Facebook, el mayor editor del mundo, regatea a las haciendas nacionales y se escaquea de la legislación local sobre el derecho al honor. ¿Competencia? Cuanta más, mejor. Pero no la ley de la jungla, aunque sea digital, súper cool… y piratilla.

(PD: Aunque la razón les acompañe en el debate de fondo, los taxistas se están equivocando en su línea bronca de protestas, iniciada en Barcelona y extendida a media España, porque al colapsar las ciudades convierten en rehenes de su conflicto a los particulares que nada tienen que ver con él; también son execrables los actos de violencia contra conductores de Uber y Cabify, quienes no son más que el eslabón más débil de la cadena).

(PD2: el Gobierno de Sánchez, incapaz una vez más de gestionar la vida real opta por la escuela Poncio Pilatos: el ministro del ramo, Ábalos, se lava las manos e intenta pasarles la patata caliente a comunidades y ayuntamientos).

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