La noche más larga

«Nada debe envidiar Papá Noel a los Reyes Magos (no vengo aquí, no se inquieten, a reivindicar nada), y supera, como mínimo, a quienquiera que llevara mirra el día que otro llevó oro, alterando para siempre las normas del amigo invisible. Si en algo mejora el trío al viejo de las barbas níveas es en su insoportable tardanza. Único regalo perdurable para quien, pudiendo mirarse los pies, mira el horizonte con el secreto deseo de no alcanzarlo nunca»

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Nada tiene este escribidor contra Papá Noel –santo entrañable con ropa de saldo que bebe de la petaca, entre columnas, en el aparcamiento del centro comercial–, y su origen secular como obispo cristiano debería blindar a los tradicionalistas del recelo. Nicolases ha habido muchos, en diferentes tallas, del de Bari al de Goscinny, y más o menos todos han sido buenos. Poco puede objetarse al celo de quien desafía la estrechez de la chimenea para dejar calcetines bajo el árbol del niño pasmado: nada educa más en el carácter que la decepción. Tampoco extraña que los niños prefieran vestirse de fantasma para recoger caramelos a sentarse ante el Tenorio, como otros escuchan a Bach antes que a Falla, sin que Falla, que sabía lo que hacía, nada tenga peor que no ser Bach.

El Tenorio mejora mucho y se desvela en su verdad si se viste a Don Juan de vampiro, y los niños aplauden más. O aplaudirían, sólo por acostarse tarde, objetivo último del infante con horarios, que son su techo de cristal. Los anglosajones dicen patio, mosquito y guerrilla, renunciando a mejorar palabras que ya les suenan bien, y viven en Los Ángeles (aunque le quiten la tilde, como los adolescentes de aquí), en el cruce de La Brea con Pico. O con Santa Mónica. O con San Vicente Boulevard (los americanos son también de afrancesarse, y dicen, sí, bulevar; dicen, a su manera, toilet, igual que nosotros fútbol, como los franceses escriben football y dicen luego lo que pueden, igual que nosotros champán, crep y cruasán). Me parece bien, por tanto, desde los angostos márgenes de mi entendimiento, que San Nicolás, Colacho, el Viejito Pascuero o Santa Claus velen por los niños buenos en la nieve del trópico o en el sol de aquí, y sólo –y por poner algún pero– discuto la fecha, anticlimática y confusa, que niega la espera y amortigua, sin querer, el placer irremplazable de la expectación.

Mi infancia no fue mejor que las infancias de ahora, que simplemente duran más. En Nochebuena sonaban tonadas de niños chillones sobre lavanderas y lechos de paja, y se visitaba a los parientes, que a veces se adelantaban y te visitaban a ti. Se comía, como ahora, con afán de plusmarquista, los mayores decían que qué rico el vino (aún no se sabía decir "capa fina") y se iba uno a la cama con sus primos, si no le tocaba el sofá o, directamente, el suelo. Se levantaba uno tarde, retomaba la comida justo donde la había dejado y el mundo giraba imperturbable con los Reyes como único horizonte; los demás días, con la excepción de la Nochevieja, eran corcho blanco para rellenar. En mi casa, en que se desconfiaba de la felicidad, sólo nos visitaban los Reyes, que ni siquiera eran demasiado espléndidos para las costumbres de Occidente. En la falda del día 25 nacía una larga rampa que conducía al cielo de quienes se sabían pecadores pero contaban con la indulgencia ajena. La ilusión, según elijo recordar, residía en la demora, aunque algunos padres –los de los demás niños, siempre más guapos que uno– decían lo de "los regalos, el 25; que los niños jueguen en vacaciones, que para eso están"; cuando jugar, lo que se dice jugar, se jugaba un día o dos, porque la pretendida magia –decía–, mucha o poca, residía en la demanda y no en su resolución, que tenía algo de derrota. Aquellos niños acababan recibiendo regalos las dos mañanas, la del 25 y la del 6; y en su cumpleaños, claro, y en el cumpleaños del hermano, para evitar llantos, y en el santo, y en el segundo santo, si el nombre era compuesto (los había bien sagaces), y en la primera comunión; y les daban dinero para el recreo, y para el campamento, y por si acaso, y porque sí... Aquella generación de padres (los míos eran, por lo visto, la resistencia) es la que empezó, se me ocurre, a claudicar; cuando se jodió el Perú; provisionalmente, se entiende, que estas cosas tienen de definitivas lo que un péndulo, que es un círculo hecho de rectas. Lo cierto es que, en su infancia, nuestra generación dejó ya mucho que desear; me acojo a la autoridad de quien no puede ponerse como ejemplo; y la siguiente hornada aterrizó más delicuescente incluso, y aún más la siguiente, hasta que la calle se llenó de negreritos flácidos formados en la certidumbre de su derecho a no ser frustrados, ni por sus padres, ni por sus compañeros, ni por la vida ni por los demás (que es lo que la vida es: los demás). La ola se extendió de las clases a las aceras, y, aunque de planes de estudio sé muy poco (sólo que, como uno mismo, parece que pueden mejorar), quizá el penúltimo clavo lo hundiera la pedagogía, corpúsculo intangible que acabó de confundirlo todo al obviar la naturaleza humana y enterrarla en abstractas intenciones al servicio del deber ser, a menudo bizcochable, inoperante casi siempre. Nadie encontró útil transmitir las reglas de la realidad que nuestros padres, y aún más nuestros abuelos, aprendieron sin querer, sin más mérito, por otro lado, que el que les prestó el contexto. Una vida sin pendientes garantiza la laxitud. Los hijos de nuestros hijos serán mejores, acaso, que nosotros, devueltos sin miramientos a las reparadoras virtudes de la frustración; el tiempo, que acostumbra a discurrir sin más sobresaltos que los que procura, lo aclarará. En mi corto registro de certezas –todas escritas a lápiz, por si acaso– consta que cada regalo que recibí de niño fue mejor la noche del 5 que la mañana del 6, que la anticipación del logro reporta más matices y texturas que el logro mismo, y que el esfuerzo de escalar una montaña añade más hierro al alma que la decepción de la cima, que acaba por ser el prólogo de una nueva ascensión. No hay película que compita con su tráiler.

Nada debe envidiar Papá Noel a los Reyes Magos (no vengo aquí, no se inquieten, a reivindicar nada), y supera, como mínimo, a quienquiera que llevara mirra el día que otro llevó oro, alterando para siempre las normas del amigo invisible. Si en algo mejora el trío al viejo de las barbas níveas es en su insoportable tardanza. Único regalo perdurable para quien, pudiendo mirarse los pies, mira el horizonte con el secreto deseo de no alcanzarlo nunca.

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