El negocio

El periodismo de estos días consiste en mandar mujeres a Pamplona para que las manoseen

Rosa Belmonte

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Estos días se suceden reportajes en periódicos y televisiones sobre mujeres que van a los sanfermines solas a ver qué pasa. Ya te lo digo yo. Y no me refiero necesariamente a violaciones en grupo. Que parece que sean Virginia Cowles, Martha Gellhorn o Gerda Taro en la Guerra Civil. Qué maravilla el libro de la primera (Complicarse la vida, Tusquets), qué vidorra la de la segunda y qué mala suerte la de la tercera, destripada por la oruga de un tanque. Claro que los peligros no están sólo en los sanfermines. Están en cualquier sitio con hombres borrachos. O con hombres en general. Mira la plaza Tahrir durante la Primavera Árabe. Se llegaron a denunciar unas cincuenta agresiones sexuales, incluidas violaciones. No me extraña que la Zulema de Vis a Vis telefoneara al Egipcio y cuando este le preguntó que para qué la llamaba, ella le soltara: «Para decirte que la Primavera Árabe fue una puta mierda». Y sonó como el «Es horroroso, horroroso» de María Barranco en Mujeres al borde de un ataque de nervios.

¿A alguien extraña la muerte y violación de Pippa Bacca en 2008? La artista y sobrina de Piero Manzoni desarrollaba un trabajo basado en la confianza de los demás. Para la performance utilizó el autoestop. Iba vestida de novia y su idea era viajar desde Milán hasta Jerusalén. Se había separado de su compañera de viaje y experiencia. La otra se hacía bordar el traje en diferentes lugares y ella lavaba los pies a las matronas de los pueblos por los que pasaba. Hasta que Pippa fue violada y estrangulada por un tiparraco en Turquía. Se acabó la performance.

Ni en Turquía ni en España nos van contar cosas que no sepamos. Pero es lo que se lleva. Hace unos meses, a Blanca Suárez le preguntaron si se consideraba feminista: «Estoy absolutamente de acuerdo en que es una moda. Ahora mismo hasta hacemos camisetas. Creo que está muy bien que cobre fuerza porque nunca está de más en temas que no terminan de resolverse del todo». Pero el titular por el que la machacaron fue «El feminismo es una moda». El femitotalitarismo de garrafón se le echó encima. No es que sea una moda, se ha convertido en un negocio. El resorte del que hay que tirar para ser y estar. Da igual si eres un político, un sindicato, una actriz o un tertuliano. «Soy feminista, me avergonzaría de no serlo», escribió María de Maeztu en su artículo Lo único que pedimos, publicado en La mujer moderna. Luego se va por vericuetos ahora anticuados, pero esa es la esencia. Otra cosa es el bisnes del feminismo. Por no hablar de la locura de que hoy todo sea acoso (véase el escandaloso caso del profesor Ayala en la Universidad de California Irvine, una de cuyas fechorías es tocar en el codo a una profesora). «Yo iba de peregrina y me cogiste de la mano». Denuncia, María del Monte.

No sé si me consuela que el bisnes tenga pioneras. En sus memorias, Simone Veil cuenta que al entrar en el Gobierno de Chirac como ministra de Sanidad sólo conocía a Françoise Giroud y pensó que ya que esta tenía a su cargo el departamento de Condición femenina podían colaborar. Pero por su actitud se convenció de que no le interesaba la causa de las mujeres, más allá de que fuera muy buena escritora y una personalidad brillante (Veil no dice que también era la mujer mejor peinada de Francia, pero lo digo yo). «Su militancia y su compromiso real a favor de la causa de las mujeres eran sin duda menos fuertes que lo que dejaba traslucir su sentido mediático fuera de lo común». Hoy el sentido mediático del feminismo se nos ha ido de las manos. Y de los codos.

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