El tiempo de la zarzuela

Sabina Puértolas e Ismael Jordi, en una escena de «Doña Francisquita» Javier del Real

Alberto González Lapuente

Aquí cada cual explica la zarzuela a su manera. Los hay que la añoran y los que la detestan, los que la curiosean y los que la estudian, quienes la interpretan con decencia y quienes la ofrecen con buena voluntad... También están aquellos que la invocan. Es curioso pero todavía son muchos los que se certifican frente el género rememorando su infancia y las zarzuelas que escuchaban. Lo hace el director Lluís Pasqual , quien ahora trae al Teatro de la Zarzuela « Doña Francisquita », piedra angular del repertorio y, en su caso, de un recuerdo cercano a la vieja discografía. Es decir, a la imagen sonora de la obra.

Se entiende que el punto de partida de esta nueva escenificación sea un estudio de grabación. En él transcurre el primer acto de la zarzuela, en plena euforia republicana, en los años treinta. Es música ante la que no se habla, explica de inmediato el actor Gonzalo de Castro , introduciendo una primera incertidumbre. Porque Pasqual volatiliza el texto de Romero y Fernández-Shaw , dejando el argumento en una descripción puntual mientras construye un espectáculo de nuevo cuño. Del estudio, «Francisquita» salta a un plató de televisión en 1964 y, de ahí, a una sala de ensayos en 2019.

Pasqual apura la carpintería teatral con una dramaturgia inmediata si bien domina el tópico con momentos sencillamente apoteósicos como el progresivo remozado del ballet o la genial aparición de Lucero Tena , sola en el escenario ante el «Fandango». Pero es que además obliga a reflexionar, a inquietar al espectador que esté dispuesto a liberarse de ideas preconcebidas, deslizando sutilmente el debate sobre la pertinencia de los libretos , con independencia de los valores que pueda encerrar el de Romero y Fernández-Shaw. Por cierto, que ellos fueron los primeros que no dudaron en adaptar la obra siempre que hubo ocasión.

Y aún una vuelta de tuerca más. No hay que ser un sabio para identificar que en esta producción se suman referencias a todas las francisquitas que fueron y todas las que podrán ser, incluyendo aquella que en 1956 reinauguró el Teatro de la Zarzuela . Un joven y todavía incipiente Alfredo Kraus cantó entonces el papel de Fernando. A él se dedican estas representaciones, veinte años después de su muerte. Aunque en este caso es muy importante observar que sobre el escenario de la Zarzuela está Ismael Jordi , quien lejos de rememorar otras maneras, ofrece una interpretación poderosa y personal.

Forma, junto a Sabina Puértolas una pareja protagonista muy sólida. Ella se expresa con sincera expresividad, gusto y huyendo de lo alambicado. Los dos cantando con holgura, sin dejarse interferir por la Orquesta de la Comunidad de Madrid , a la que el maestro Óliver Díaz aún tiene mucho que ajustar y refinar. María José Suárez confirma sus dotes de gran actriz como madre de la protagonista y, aún en el primer reparto, Ana Ibarra otorga autoridad a Aurora «la Beltrana», mientras Vicenç Esteve sufre las inclemencias del papel de Cardona, demasiado propenso a destemplarse.

Hay mucho de homenaje a «Doña Francisquita » en esta producción, a su historia y a sus referencias. Pero también de pesadumbre. ¿Qué futuro cabe imaginar a un título absolutamente emblemático una vez que se le ha sometido a semejante deconstrucción? Sin duda, tiene algo de afligido la proyección final de varios fragmentos de la película de Hans Behrendt (1934) como fondo de un escenario actual y desnudo. Si a lo largo de toda la producción, la obra de Vives, Romero, Fernández-Shaw y Pasqual avanza con sentido cronológico, es entonces cuando se pliega sobre sí misma.

El viejo recuerdo y lo presente tratando de darse la mano. Una sutil forma de inquirir a «Doña Francisquita» y al propio género.

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