poster Vídeo
Una escena de la ópera «Moisés y Aarón», de Schonberg - EFE
Crítica de ópera

«Moisés y Aarón», en el Teatro Real: los justos lo pueden ver

Ayer se estrenó en el coliseo madrileño la ópera que Schoenberg dejó incompleta, bajo la dirección de Romeo Castellucci

Madrid Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

«Moses und Aron» es una ópera fascinante. Lo son todos las obras que surgen bajo la inquietud de la duda, que dejan asomar el pensamiento más recóndito del autor. Más aún, la ópera de Schoenberg tiene algo de obra postrera a pesar de estar datada en 1932, un año antes de exiliarse a los EE.UU.. Se ha escrito mucho sobre las causas que llevaron al autor a no acabarla teniendo escrito el texto del tercer acto; mucho más sobre las ideas que atraviesan transversalmente este fascinante «diálogo» escénico, tan cercano al sentimiento religioso de Schoenberg y a la determinación de sus principios morales.

Sigmund Freud se reconocía profano en cuestiones de arte y, sin embargo, en su edificante descripción del «Moisés» de Miguel Ángel (donde confirma su sordera musical) señala que «lo que tan poderosamente nos impresiona ha de ser la intención del artista, en cuanto el mismo ha logrado expresarla en la obra y hacérnosla aprehensible.

Sé muy bien que no puede tratarse tan sólo de una aprehensión meramente intelectual; ha de ser suscitada también nuevamente en nosotros aquella situación afectiva, aquella constelación psíquica que engendró en el artista la energía impulsora de la creación». Todo ello está en «Moses und Aron» y en gran medida se transcribe en la puesta en escena que anoche estrenó el Teatro Real realizada en coproducción con la Opéra National de Paris. Lothar Koenigs es su director musical; Romeo Castellucci su responsable escénico, escenógrafo, figurinista e iluminador.

Escritura musical

Hay una dificultad interpretativa asociada a «Moses und Aron», más allá de la complejidad de su escritura musical. Se relaciona con el sentido dramatúrgico de un texto en el que las ideas saturan las acciones: «¡Amo mi idea y muero por ella!», dice Moisés. Y frente al propósito surge esta producción aportando una calidad visual extraordinaria, negando aparentemente los principios defendidos por el protagonista si no fuera porque la alusión se impone a la semblanza a través de procesos escénicos esenciales cargados de una emotividad formidable.

Entre lo más obvio está la imponente caja escénica que se instala para mostrar escarpadas montañas en alusión al monte Sinaí. Entre lo sugerido, multitud de escenas que nacen de un teatro a oscuras, donde sigilosamente sube el telón para mezclarse con el rumor de la orquesta y el coro. De inmediato se ve a Moisés: la zarza ardiente es una magnetófono que desciende de las alturas, la voz divina es la cinta magnética, mensajera de palabras que terminará atrapando a Aaron. Hay una dimensión tecnológica en el escaparate de esta escenografía compleja y precisa, que se concilia con la obra a través de una misma intención.

El éxito de la producción

Parte importante del éxito de la producción radica en la interpretación musical dominada por la voluntad expresiva de Lothar Koenings, por el trabajo del Coro y la Orquesta titulares del Teatro Real, además de por un reparto de mucha solidez en los papeles principales. La voz de Albert Dohmen se impone desde el arranque y hasta el inquietante final. La de John Graham-Rogers superando lo imposible. Su Aaron tiene un vuelo lírico notable. En la representación de ayer con especial penetración en el segundo acto, allí donde la escena logra trascender cualquier idea preconcebida.

«¿Tu Dios no puede hacernos visibles?», pregunta el coro previamente mientras el espectador apenas reconoce siluetas en un escenario blanco e incorpóreo. Pero tras el planteamiento se llega a un desenlace que alcanzará lo excepcional, particularmente en el desarrollo de las cuatro danzas. Orgia de destrucción de la que participa el gran toro charolés que personifica el becerro de oro y la tintura en negro del pueblo revelado. Es obvio que la escena de Castellucci y la versión musical de Koenings hacen bueno lo que tantas veces se escapa: la calidad profética del lenguaje, el sentido revelador de una forma superior de vida. Schoenberg lo dejó escrito.

Ver los comentarios