David Byrne ilumina el Cruïlla con su ciencia del ritmo

El exlíder de Talking Heads echa el cierre al festival con una colosal exhibición de plenitud artística

David Byrne, durante su actuación en el Cruïlla Efe

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David Byrne podría vivir tan ricamente de las rentas de Talking Heads o de las palmaditas en la espalda por su labor como divulgador de la world music, pero ahí está, con un cerebro en la mano, echando el cierre al Cruïlla con el entusiasmo de quien se enfrenta por primera vez a un lienzo en blanco. Suena «Here», ahí siguen Byrne y el cerebro, y cuesta decidir si estamos ante un científico loco o un genio capaz de reinventar un formato tan exprimido como un directo de pop .

Ante la duda, nada mejor que dejarse llevar por el frondoso ímpetu rítmico, seguir los pasos de baile torcidos de la banda e impregnarse de ese colosal espíritu festivo con el que Byrne quiere hacer del mundo un lugar un poco menos feo. Porque, si en el principio fue el ritmo, un minuto después apareció por ahí el escocés para retorcerlo, llevárselo de paseo por todos los rincones del globo y devolverlo en forma de concierto memorable como el que ofreció anoche en Barcelona.

Una abrumadora fiesta de estética futurista en la que los músicos, todos con sus instrumentos a cuestas, reforzaron el armazón del reluciente «American Utopia» mientras un Byrne en estado de gracia deslizaba citas a su antigua banda –«si «This Must Be The Place» y «Blind» ya fueron de nota, lo de «Once In A Lifetime» y «Burning Down The House» fue sencillamente maravilloso–, capitaneaba coreografías robóticas y, como canta en «I Dance Like This», bailaba raro simplemente porque le sienta de maravilla.

Como ya hiciera en el Palau de la Música hace casi diez años, el autor de «Psycho Killer» no se conformó con sacar sus galones a pasear y volvió a demostrar que si sigue saliendo a la carretera es porque tiene algo que decir. O, mejor dicho, mucho que enseñar; ya sean los aleteos encatadoramente patosos de «Everyday Is a Miracle», el pálpito adhesivo de «Everybody's Coming To My House», los recosidos afropop de una renovada «I Zimbra» o ese escenario tan aparentemente desnudo -ni cables ni amplificadores a la vista- como lleno de vida.

A su lado, una docena de músicos impecables le seguían allá donde fuese, inyectaban hormigón rítmico e infecciosas cenefas funk y transportaban canciones nacidas en los ochenta a un futuro remoto y aún por explorar. No en vano, la crítica estadounidense y el propio Byrne ya habían saludado este montaje como su gira más ambiciosa desde el «Stop Making Sense» de Talking Heads, algo que el propio músico no hizo más que confirmar canción a canción y coreografía a coreografía.

Al final, y con el repertorio en versión abreviado, Byrne dio rienda suelta a su cara más reivindicativa -antes ya había invitado al público a votar siempre que tuviese la oportunidad- con una frenética y polirrítmica «Hey You Talmbout», préstamo de Janelle Monae dedicado a una veintena de afroamericanos víctimas de la violencia racial. Una exhibición de plenitud artística que al final se hizo corta -el formato festival obliga- pero que sirvió para confirmar que si alguien conoce todos los misterios de la ciencia del ritmo, ese es Byrne. Maravilloso.

A la espera de que Justice y Orbital llevasen el ritmo por otros derroteros, más canallas y sintéticos, The Roots recogieron el guante de Byrne y desplegaron sobre el escenario principal un vibrante y explosivo festín de soul y hip hop perfectamente engrasado. Una nueva vuelta de tuerca al ritmo y a sus poderosas cualidades euforizantes que los estadounidenses, cada vez más difíciles de ver en directo debido a su condición de banda residente del programa de Jimmy Fallon, despacharon entre trombones, poderosas sacudidas de funk despendolado y fogosos asaltos a repertorios ajenos como ese «Sweet Child O’Mine» que puso el Forum del revés.

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