TEATRO

Buero Vallejo, la tragedia esperanzada

«Habría sido feliz, siendo músico. ¡Me hubiera gustado una barbaridad! Más que ser escritor y pintor». Andrés Amorós recuerda a Buero. Sus palabras, su sentido del humor, su actitud vital

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No tuvo las cosas fáciles Antonio Buero Vallejo: ni en su trayectoria biográfica ni como autor dramático. Y, cuando logró el unánime reconocimiento de público, crítica y estudiosos, le tocó otra carga no pequeña: ser la cabeza visible del teatro español de la posguerra. Todo eso lo sobrellevaba con una dignidad que no debía confundirse con altanería. Podrían algunos imaginar que su personalidad era amargada. ¡Nada de eso! Recuerdo muy bien su sentido del humor, cómo le gustaba gastar bromas. En cierta época, a la salida de los estrenos, solíamos ir Paco García Pavón, Antonio Buero y yo a algún bar cercano, a comentar el espectáculo que acabábamos de ver. Era lo que él llamaba «tomar nuestra leche» y, cuando le preguntaba el camarero qué deseaba, respondía, muy serio: «¿No tienen torrijas?».

En casi ningún sitio las encontraba y se resignaba a tomar cualquier cosa más convencional y moderna. Era un gran conversador, le encantaba hablar con los amigos: se expresaba con precisión académica, con pulcritud, con belleza.

Nunca disminuyó su pasión por el teatro. Le interesaba acudir a todos los estrenos de los jóvenes españoles y a los espectáculos de vanguardia, estuviera o no de acuerdo con su estética.

Su trayectoria fue ejemplar, por su fidelidad a una línea personal y literaria. Vivía de lo que escribía, sin lujos, con la digna modestia propia de tantos intelectuales españoles. Muchas veces le comentaba yo que, si él hubiera sido inglés, por ejemplo, «Historia de una escalera» se representaría todos los años, en un teatro nacional, como modelo clásico e historia viva. Eso le hubiera supuesto el título de «sir», una buena fortuna y el reconocimiento como gloria nacional. En Madrid, en cambio, por muy consagrado que estuviera, seguía luchando para estrenar.

Ventanas abiertas

Era buen dibujante (recuérdese su magnífico retrato de Miguel Hernández) y le seguía apasionando la pintura. Me comentaba sus repetidas visitas al Prado. Velázquez y Goya eran, para él, tema de reflexión inagotable (antes de ser protagonistas de dos de sus obras) y admiraba enormemente, como experto, la pincelada de Sorolla .

Muchas pruebas de su amor a la música hay en su obra. En «Música cercana», por las ventanas abiertas de un patio de vecinos nos llegan varias hermosas melodías: Mozart y Brahms, Chopin, Beethoven, Bach.

Recuerdo una noche en que salíamos de un estreno y, como otras veces, le llevé hasta su casa, en el barrio de Salamanca. En el coche, puse una casete. Cuando llegamos, me pidió que esperásemos un poco. Nos quedamos un rato más, en silencio, escuchando a Beethoven

Me lo dijo con absoluta rotundidad: «Habría sido feliz, siendo músico. ¡Me hubiera gustado una barbaridad! Más que ser escritor y que ser pintor. Eso no tiene que ver con que grandes músicos hayan sido desgraciados: Beethoven, sin ir más lejos. Pero creo que el tipo de compensación íntima que da la música es mayor que el de cualquier otro arte».

Siempre defendía el teatro de texto, con calidad literaria. A veces, discutíamos amistosamente, cuando yo le recordaba el auge del mimo, del teatro en la calle. Aceptaba que existen muchos espectáculos valiosos de ese tipo, que él contemplaba con gusto, pero los consideraba «parateatro» o «preteatro».

Sus autores favoritos eran los clásicos: los trágicos griegos, Shakespeare, Calderón; de los modernos, Ibsen y Strindberg, Chéjov, Pirandello, O’Neill, Brecht y, en España, Unamuno, Lorca y Valle-Inclán (advertía que no hay que esperpentizar más, en la representación, lo que ya está suficientemente esperpentizado, en el texto).

No escribía textos literarios para la escena: «Hago teatro y no sólo literatura». Le gustaba asistir a los ensayos de sus obras, «porque la práctica del trabajo teatral es tan importante, para mí, como el trabajo de la redacción». Y, en esos ensayos, corregía no pocas cosas, para lograr una mejor comunicación con el espectador.

Un tiempo oscuro

Por eso también, sin renegar del realismo, se fue abriendo a nuevos procedimientos técnicos («efectos de inmersión», los llamó Ricardo Doménech) para implicar al espectador y transmitirle, con toda su complejidad, los conflictos del hombre contemporáneo.

Su teatro busca la armonía entre lo español y lo universal, posee una raíz profundamente ética. Sus tragedias dejan siempre una puerta abierta a la redención, a la esperanza. Dice Valentí Haüy, uno de sus personajes: «El hombre más oscuro puede mover montañas, si lo quiere».

Toda la obra -y la actitud vital- de Antonio Buero se puede resumir en una frase básica: «Pese a toda duda, creo y espero en el hombre, como espero y creo en otras cosas, en la verdad, en la belleza, en la rectitud, en la libertad; y por eso escribo de las grandes y pobres cosas del hombre, hombre yo también de un tiempo oscuro, sujeto a las más graves pero esperanzadas interrogaciones».

La tragedia esperanzada, lo mismo que formuló su admirado Beethoven: «Por el dolor a la alegría». O, por lo menos, a la esperanza.

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