TEATRO

«Me dicen que no hay dinero para montar una obra de Buero Vallejo en su centenario»

La actriz Victoria Rodríguez, viuda de Antonio Buero Vallejo, traza un perfil humano del gran dramaturgo, autor de piezas imprescindibles como «Historia de una escalera», al cumplirse el próximo 29 de septiembre el centenario de su nacimiento

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La última vez que estuve en casa de Antonio Buero Vallejo fue en 1986, cuando le concedieron el premio Cervantes y el dramaturgo dio allí una improvisada rueda de prensa. En mi recuerdo, el piso del barrio de Salamanca está casi igual, como si no hubiera pasado el tiempo desde entonces. «Todo Antonio está aquí –explica Victoria Rodríguez, su viuda–. Tengo toda su ropa guardada y conservo su despacho». Cuadros, libros, retratos constatan esa presencia. Victoria, hija de los actores Manolo Rodríguez y Paquita Clavijo, habla sin tapujos, fresca, simpática, guapa a sus ochenta y cinco años. «Qué bonito conjunto lleva», le digo. «Es el único vicio que he tenido –responde–, trapos y zapatos. Recuerdo un viaje a Italia con Antonio en el que no parábamos de ver monumentos, así que tuve que llegar a un acuerdo con él: por las mañanas vemos todos los museos que quieras, por las tardes yo veo tiendas.

Y así lo hicimos; en Roma, él se sentaba un par de horas en un café que era un delicia y yo me escapaba a ver aquellos zapatos divinos».

Cuando conoció al que luego sería su marido, usted era una actriz joven y él ya era un autor respetado.

Yo era un jovencita con un par de éxitos a mis espaldas, porque me había dado a conocer con «Juego de niños», una obra de Ruiz Iriarte –pobre mío, que ni se acuerdan de que existe– que era muy divertida. Empecé muy joven acompañando a mi madre en la compañía de Aurora Redondo y Valeriano León, donde estuve cuatro años y otros cuatro con la de Tina Gascó. Trabajaba en 1956 con la de Lilí Murati, con la que no estaba nada cómoda por el tipo de teatro que hacía, muy ligero, y a mí me ha gustado siempre el teatro serio, bien hecho, importante; además, aguantar a la Murati no era fácil –como ya está muerta, perdóname Murati–. Estaba, digo, con la Murati en San Sebastián, cuando me llegó un telegrama del Teatro Nacional María Guerrero que decía: «Conteste urgentemente si le interesa estrenar obra Buero Vallejo». Telefoneé y dije que sí; viajé a Madrid, me recibieron, hablé de condiciones y el que hablaba de pesetas no estaba muy de acuerdo con lo que yo pedía. Cuando salí me encontré con Fernando Fernández de Córdoba, el actor que leyó el parte de final de la guerra, y me preguntó: «¿Qué tal?». «Mal –contesté– porque no me quieren dar el sueldo que pido». «Te lo darán», dijo él. Y, efectivamente, me lo dieron y llegó ese día precioso, que ya no existe, porque toda la ceremonia bonita del teatro se ha acabado, el día de la lectura. La obra era «Hoy es fiesta», me encantó mi papel, me gustó muchísimo. Además, estrenar en el María Guerrero era un pelotazo como se dice ahora. En esa compañía estuve cuatro años y allí empezó el tonteo con Antonio.

Usted sabía que él era nada menos que Buero Vallejo, ¿cómo le trataba?

Con un respeto infinito y le usteaba. Yo he sido bastante respetuosa y usteaba a todo el que ejercía un cargo y era mayor que yo.

Pero parece que en los ambientes teatrales ha reinado siempre el tuteo.

Sí y no está mal, pero cuando una cría de 24 años se encuentra con un Buero Vallejo, decirle «¿Qué tal, maestro, cómo estás?» no me parecía correcto. Yo le llamaba de usted y no me costaba ningún trabajo.

Notaba que él era receptivo o mantenía cierta distancia.

Al principio, no. Todo era respeto.

¿Y quién dio el primer paso?

Él me invitó alguna vez a cenar cerca del María Guerrero. Como después de los ensayos nos sentábamos en el café Gijón, alguna vez me pagó la consumición, pero también se la pagaba a otras actrices. Fue una cosa muy natural. Luego ya, cuando estrenamos, en vez de mandarme una caja de bombones, me hizo llegar una caja llena de terrones de azúcar, pero preciosa, de tela. Se había entretenido un buen rato en meter ahí los terrones.

Él era un hombre que me gustaba siempre, oírlo, ver su apostura… Luego hablaba bajo, no te daba gritos. Si tenía que hacerte una indicación, se acercaba a ti y te lo decía bajito para que no lo oyeran todos. Claudio de la Torre, el director del María Guerrero y de la función, también era una persona educadísima. Yo me sentía allí en la gloria. Luego las cosas fueron avanzando (sonrisa cómplice) hasta que ya me pidió relaciones, pero le costó. Yo no me lo creía, sinceramente. ¿Dónde iba un señor que ya pisaba alto con una chica de 25 años?…

Pero esa chica era muy mona...

¡Monísima! Ahí tiene el retrato de bodas, mire qué cara… Yo ya sé que era monísima, con una cinturita así… como somos a esas edades. Pero aquello se pasa volando. Uno dice «¿Ya?» y ya ha pasado todo. Estoy hecha una anciana, ya lo ve.

¿Cuánto estuvieron de novios?

De novios novios, poco, porque me preguntó que cuánto tardaría en organizarme el ajuar, que se llamaba entonces. Y no me acuerdo cuando dije, pero lo que yo dijera. Estrenamos «Hoy es fiesta» el 20 de septiembre de 1956 y me casé el 5 de marzo de 1959… Estuvo bien. En el 58 ya nos escribíamos. Mi madre decía «¿Dónde vas con ese señor tan mayor?» Y yo respondía: «Pues a dónde me lleve, porque estoy encantada». Nos llevábamos quince años, algo que, según va pasando el tiempo, no se nota. No consiguió nadie quitármelo de la cabeza. Y quiero subrayar que él tenía llamadas de sus admiradoras.

Y usted, ¿cómo lo llevaba?

Muy bien.

Buero era formal, me parece a mí.

Sí, pero había una persona que salía con él antes de lo nuestro y esa lo encajó muy mal. Aunque, ya muerto Antonio, quedamos alguna vez para comer y en una de esas ocasiones me dijo: «Tú eras muy lista». «¿Por qué?», pregunté, y me recordó una anécdota a la entrada del Gijón, donde estábamos parados Antonio y yo, cuando ella le tocó en el hombro y le dijo «Te espero dentro». Pasado un rato, le recordé: «Oiga, que le están esperando». «¿Quién lo ha dicho –me contestó–, la persona que dice que me espera o yo? Como ha sido ella, pues que espere». Yo entonces pensaba que era algún familiar o una conocida, no tenía ni idea. Ella falleció también hace años.

Tras la boda, ¿esta fue su primera casa o vivieron antes en algún otro sitio?

No, esta ha sido nuestra casa de toda la vida. Estuvimos un mes de viaje de novios por Andalucía y luego aquí. La casa ha ido mejorando mucho. Yo quise mudarme varias veces porque no había suficiente espacio, pero él me catequizaba y me convencía de que siguiéramos.

¿Tenía Buero alguna rutina de trabajo?

Por las mañanas contestaba la correspondencia en su despacho. Después de comer, tras descansar un rato en el sillón, trabajaba aquí, en esta mesa baja del salón. Nunca entendí cómo podía hacerlo, aquí escribía a mano y luego lo pasaba a máquina en el despacho.

Yo creo que le gustaba sentirlos a su alrededor. A veces gritaba: «¡Por favor...!», porque estaban armando mucho follón con la pelota, plin, plan, pero vamos, respetaban bastante el trabajo de su padre. El tiempo de escritura dependía de la inspiración, a veces estaba dos horas o más, otras menos, en ocasiones se cabreaba porque no le salía lo que quería.

¿Le comentaba lo que escribía o era reservado en ese sentido?

A mí sí me comentaba las cosas: «Estoy atascado en este punto y no avanzo», por ejemplo. Creo que una vez lo saqué de un atasco, pero no me acuerdo de qué obra se trataba. Él lo veía muy negro y le dije, es sencillísimo, cambia esto por esto, algo así, una tontería… y le funcionó, pero fue solo una vez. El inteligente era él, yo… femenina (y ríe).

No se me haga usted la tonta, señora.

Tampoco, pero vamos…

Luego vendría el proceso de presentar la obra para su puesta en escena...

Yo sospecho que a él le pedían obras y se ocupaba de todas las gestiones necesarias. De eso no me contaba gran cosa, debía pensar que me daba igual, aunque no fuera así. Venía y me decía: «Fulano me ha pedido obra y le voy a dar la que he terminado». Siempre estrenaba muy bien. Buenos actores, buenos directores… Le gustaba cuidar los detalles. Si viviera en esta época, se moriría otra vez. Hubo una obra que Tamayo quería y Antonio se la prometió, nunca firmaba nada, porque decía que con la palabra de un caballero ya no hacía falta nada más, pero esa vez Tamayo se la jugó, no porque quisiera perjudicarle, sino porque había alguien potente que quería estrenar.

¿Quién era ese autor?

No voy a dar su nombre, porque vive su viuda. Pero claro, ese potente estrenó su obra porque Tamayo no podía decirle que no. Entonces, José Osuna le pidió a Antonio la obra aparcada. ¿Sabe cuál fue? «La fundación».

Una de sus obras más importantes.

Pues esa fue. Y Osuna la dirigió muy bien.

Creo que a su marido le gustaba asistir a los ensayos de sus obras.

Iba todos los días que podía, y podía todos los días, porque todos contribuíamos a que pudiera.

He escuchado que era picajoso con sus textos.

No picajoso, exacto. Si le cambiaban una frase, no lo permitía. Ahora, yo he visto cómo Buero ha cortado una escena entera en un ensayo general, y eso no es de ser picajoso. En una obra, no recuerdo cuál, había dos escenas con cierta similitud y el primero que lo vio fue Osuna, que le pidió permiso para aligerar algo el texto. Antonio fue tajante: «Algo no, quitamos la escena entera».

Sus acotaciones son muy precisas y era muy meticuloso con los pasajes musicales que deben sonar en cada momento.

La música para él era esencial. Siempre clásica, excepto en «Hoy es fiesta», que empezaba con un organillo que tocaba «Rosa de Madrid». En «La fundación», por ejemplo, arrancaba con Rossini. Siempre elegía muy bien la música de sus obras.

¿Que tal se llevaba con la crítica?

Se notaba mucho el que no le podía ni ver, como el crítico de «El País», Eduardo Haro Tecglen, que era tremendo con Antonio.

No entro en eso.

Usted ha interpretado bastantes obras de su marido, ¿no?

Siete u ocho, no crea. Él las escribía y no siempre había papel para mí, además pensaba que no era elegante que yo trabajara indefectiblemente en todo lo suyo, le parecía nepotismo, y todas las cosas de ese tipo las evitó siempre.

¿De qué obra suya guarda mejor recuerdo?

Hombre, «Hoy es fiesta» cambió mi vida. Y además me dieron una ovación que se caía el teatro abajo. Tenía un diálogo con Ángel Picazo al final de mi intervención en la obra, en el que casi solo hablaba yo. Esa parte me tenía muy preocupada, porque el teatro me lo he tomado siempre en serio, y hasta llegué a soñar con que me iba de escena y no pasaba nada, y entonces, Antonio, en mi sueño comentaba: «Qué pena, porque este mutis era de ovación». Me desperté sudando, qué agobio, por Dios, cómo es posible. Pensaba: «Si no me aplauden ¿qué hago?». Y un día, en el café Gijón, le dije bajito, «Don Antonio, ¿me permite?». «Sí, hija, ¿qué quieres?». Le conté el sueño y le pregunté: «¿Es de ovación ese mutis mío?, porque si es de ovación y no me la dan...». «No creo que sea de ovación, o tal vez sí, eso no se sabe nunca por qué es; no se preocupe», me aconsejó. Y la verdad es que me tranquilizó, me estudié a fondo el papel y el día del estreno la ovación al mutis fue tremenda; cómo sería que Elvira Noriega me decía: «Que es a ti», porque me quedé que no conocía. Cuando me relajé un poquito, me fui como una flecha hacia Antonio que veía la función desde la caja. «Don Antonio, ¿no decía que el mutis no era de ovación?». «Claro, porque si te digo que es de ovación y no te la dan, te hundo».

Puff… Muchas cosas no me las contaba, pero si le digo que «La doble historia del doctor Valmy» estuvo doce años prohibida… Cuando se estrenó, muerto Franco, la hacía una compañía en Madrid y otra en provincias. En San Sebastián se armó una que tuvieron que poner sillas en los pasillos porque no cabía la gente, y había policías a caballo atentos a que no se produjera ningún alboroto. En otra, creo que fue la de de Esquilache, «Un soñador para un pueblo», le cortaron como diez o doce páginas y José Tamayo, el director, le llamó: «Don Antonio, que no nos dejan, que quieren cortar mucho». «No se preocupe, Tamayo, diga a los de la censura que con esos cortes no estrenamos». Ante la posibilidad de que se formara un revuelo, finalmente le cambiaron solo una tontería en una frase del rey, interpretado por José Bruguera, actor genial y muy sordo. Advirtieron que nada de decir «¿Tú en palacio?», que había que cambiarlo por «¿Tú aquí?». Llega el estreno y le dicen a Bruguera, que era admirable, porque no oía pero siempre entraba a tiempo: «Atienda, en vez de "¿Tú en palacio?" tiene que decir 2¿Tú aquí?", no se olvide». Llegado el momento Bruguera dice: «¿Tú aquí, en palacio?». Pues no se movió nadie y no pasó nada. Los censores eran unos pesados, supongo que para cobrar, para justificar que estaban ahí por algo.

A comienzos de los años 60, en el teatro español se produjo una polémica entre Buero, que defendía que había que hacer cosas pese a la censura, y Alfonso Sastre, que sostenía lo contrario. ¿Cómo vivieron esa disputa en su casa?

Antonio no hacía caso, era posibilista y Sastre, imposibilista, y lo sigue siendo, ahí está el imposibilismo de Sastre. Mi marido no era de meterse en polémicas, pero como le estaban chinchando creo que un día escribió una carta muy seria para poner las cosas en su sitio. Antonio era muy templado, pero claro, si te tocan las narices mucho tiempo, pues te las tienes que limpiar.

No, no hablaba de ello. Yo llevo en la cartera un retrato de él en prisión con dos o tres compañeros y está guapísimo y jovencísimo, con un pelo a cepillo… Yo no le conocí así.

Pero él siempre tuvo buena planta, elegante, bien peinado, con corbata, un seño

Era un señor en todo. Conmigo fue el ser más adorable del mundo, me trataba con ternura infinita.

¿Cree que había alguna obra de la que se sintiera especialmente satisfecho?

Creo que de más de una. Yo le he oído decir que había hecho obras mucho mejores que «Historia de una escalera», a la que estaba muy agradecido. A mí «La fundación» me parece un gran invento, y la de Goya, «El sueño de la razón».

Que un rojo ganara el premio Lope de Vega en 1949 fue algo relevante.

Sí y la cosa tiene su anécdota. Las bases señalaban que la pieza ganadora se debía estrenar en el Español, y así lo recordaba el director del teatro, Cayetano Luca de Tena. Pero se lo pensaron un poco, porque Antonio era un represaliado, como se decía entonces. Así que, aprovechando que el montaje que había abierto la temporada flojeaba y lo iban a retirar de cartel, decidieron estrenar «Historia de una escalera» el 14 de octubre de 1949, porque el día 1 de noviembre era impepinable poner «Don Juan Tenorio», así cumplían con las bases y la obra estaría solo un par de semanas. Pero no hubo manera, porque las colas del público daban la vuelta por la calle del Prado hacia abajo y la tuvieron que mantener. Por eso hubo quien dijo que Antonio era como el capitán Centellas, porque había matado al Tenorio.

El Buero de después del franquismo, ¿no se llegó a sentir desencantado?

No, porque tuvo éxitos gordísimos y si se refiere a la situación política, tampoco. Cuando se sentiría hecho polvo, sería ahora.

Su marido siempre tuvo una imagen de hombre muy serio, pero ¿cómo era el Buero de andar por casa?

Con zapatillas y en bata siempre, porque se levantaba, se duchaba, se ponía un pijama limpio y la bata, y si no había que ir a ningún sitio, así estaba todo el día.

¿Qué tal con los niños?

Jugaba mucho con ellos. De repente, sentaba al pequeño en una butaca y le ponía música clásica. Yo le decía, pobrecito, no le hagas eso. «Sí, que se acostumbre», respondía él.

¿Y qué hacía el niño?

Estaba tan tranquilo. Mis hijos se han criado igual que cualquier otros niños.

Porque era muy inteligente y cuando la gente inteligente dice algo para molestar, lo dice bien.

No me lo imagino contando un chiste, pero supongo que lo contaría.

No era mucho de contar chistes, pero se reía con ganas si le contaban uno bueno.

Y qué tal jugador de dominó era? Creo que jugaba de pareja con Fernando Vizcaíno Casas, un señor muy de derechas.

Antonio no discriminaba ni clasificaba a la gente por sus ideas y con Vizcaíno se llevaba estupendamente. Formaban una gran pareja de dominó. Había que oír las cosas tan graciosas que cantaban cuando ganaban (y entona una cancioncilla pícara valenciana, que ruega no reproduzcamos). Empezaba el «Vizca» y él le seguía. Antonio era un ser entrañablemente humano, ¿cómo iba yo, tal como soy, a haber vivido cuarenta y un años con un señor como la gente creía que era mi marido?

¿Considera que un autor de la talla de Buero, tiene hoy el reconocimiento que merece?

Hay gente que lo celebra y lo reconoce, y otros que ni saben quién es. Pero en nuestro país la cultura es muy floja, a pesar de que a Antonio le estudian en las escuelas y todo eso.

Resulta raro que en el centenario no se haya programado ningún montaje por parte de algún teatro público.

Claro, parece que para eso no hay dinero. Y además, le voy a contar más cosas, ha habido un director que quería montar «Las carta boca abajo» y yo hice gestiones para que en Castilla-La Mancha le programaran en algún teatro. Pero no ha sido posible, y si usted ve las cosas que hay allí anunciadas se le caen los palos del sombrajo. Supongo que es consecuencia del chanchulleo político que hay, no quiero pensar que sea por no hacer un buero.

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