Nunca termina nada

Tiempo perdido y recuperado

Miss Kenton y Stevens habían compartido los mejores años de Darlington Hall, los años felices de Lord Darlington. Entre ellos había nacido una difícil relación pero, también, una atracción tan extravagante como esquiva

Una imagen de «Lo que queda del día» ABC

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Stevens contempló cómo Miss Kenton (ahora, Mrs. Benn) se alejaba en el lóbrego autobús municipal de Weywoouth, y repitió esas palabras que le obsesionaban durante su viaje al Sur, en busca de un imposible: «Sólo veo el resto de mis días como un gran vacío que se extiende ante mí». Recuperar el tiempo perdido, mostrarle a Miss Kenton ¿su amor? Pero, ¿Stevens sabía cómo se mostraba amor, deseo, pasión a alguien? Su vida había sido soledad, contener, precisamente, los deseos más elementales; exhibir una lealtad a sus señores inalterable y atormentarse en esas horas en las que un solitario whisky, una música ligera y la lectura de libros de Historia ocupaban lo que denominaba para él: lo que queda del día. Miss Kenton, mientras el autobús se perdía en la oscuridad de una noche lluviosa, le miró tras la ventanilla y las miradas se cruzaron como si ahí sellaran un último adiós.

Miss Kenton y Stevens habían compartido los mejores años de Darlington Hall, los años felices de Lord Darlington. Entre ellos había nacido una difícil relación pero, también, una atracción tan extravagante como esquiva. En cierta ocasión Miss Kenton, enfadada ante el comentario despectivo de Stevens al descubrirla leyendo novelas, mera ficción, mentiras, le había respondido: «¿Qué hay de malo en que uno se divierta leyendo historias de damas y caballeros que se enamoran y declaran mutuamente sus sentimientos empleando frases, a veces, de lo más elegante?»

Stevens había llegado a Weywoouth en busca de Miss Kenton; en busca de sí mismo; en busca de aquellos años en los que, ahora lo comprendía dolorosamente, tenía que haberle pedido el matrimonio. Durante el viaje, para el que el nuevo dueño de Darlington Hall, el senador norteamericano Jack Lewis le había prestado un flamante Ford, había realizado una parada en un pub, obligado por una leve avería. Mientras esperaba la reparación, un tipo de aspecto y palabras condenadamente aristocráticas le preguntó hacia dónde se dirigía y cosas por el estilo. Después, una vez que el coche había sido reparado, Stevens se prestó a llevarle a un lugar sin nombre, o al menos no lo recordaba, pero iba en su misma dirección. Ahí fue cuando el tipo, con cierto gesto soberbio, le soltó: «Éste coche no es suyo, acaso lo ha robado, usted no es ningún señor, sus maneras y su forma de hablar son de alguna clase de sirviente».

Nunca lo olvidaría. Ahí comprendió el giro que debía dar a su vida, y Miss Kenton era quien, sólo ella, podría darle el ánimo y las fuerzas para comenzar, al final, una nueva vida. Comprendió que cada instante es único y pleno. Que la despedida de Miss Kenton podría ser muy romántica, como para el final de una película, o de una novela de una belleza entristecida, Esto era verdad, era su vida, su única vida, tenía cincuenta y cuatro años, aún estaba a tiempo. Al día siguiente buscó a Miss Kenton, ella le había advertido el día antes que estaba en vías de separación de Mr. Benn y que su hija estaba a punto de dar a luz y no podía abandonarla, pero Stevens no la dejó continuar, le confesó, ahora ya sin medias tintas, ni miradas oblicuas, su profundo deseo de compartir lo que quedará de la vida junto a ella. A ella le brillaron los ojos, y contuvo alguna lágrima tardía: «Hay que hacer algo en el presente antes de que se convierta en pasado». Y lo hicieron, sus pingües ahorros les permitieron adquirir una vieja mansión desvencijada en el condado de Sussex y abrieron un acogedor y modesto Bed & Breakfast que, pronto, adquirió discreta fama y discreta clientela. El tiempo perdido había sido recuperado, porque, por fin, había dejado de fingir ante los demás y, por fin, ante sí mismo.

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