EL RETABLO

Para el recuerdo

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Nuestra Semana Santa se marchó dejando un mosaico de vi-vencias indescriptibles. La pasada madrugada del Viernes Santo tuve el privilegio de vivir una de ellas llena de misticismo y verdad. Bajo el manto de Nuestra Madre del Traspaso, junto a ese puñado de valientes que cada año porta de modo anacrónico a la Se-ñora de las ojeras malvas, pude comprobar como el silencio se rompe en forma de oración trasformado en cante.

La saeta surgió de forma ritual en la promesa hecha a su padre de Luis de Pacote, aquel gitano de bien que a su prematura muerte llenó el recuerdo de la canela en rama. Fue una estampa de siglos, el paso horquillado frente al bar La Canilla, los rostros de los hermanos cargadores rotos por el esfuerzo, la boca como el esparto que llevan por el cuello y los hombros de un hierro maltratado. Entonces, en recuerdo de pasadas madrugadas saeteras, Luis dejó mudas a las claras del día que ya pugnaban con sus primeros rayos con la noche por contemplar a la más dolorosa...

Aquellos primeros ayes siguiriyeros, lacerantes y heridos, hicieron temblar los elementos y hasta el fuerte viento de levante se paró. Como el primer grito humano ante el sufrimiento, Luis sacó del fondón de su alma una letra que decía «Ni las lágrimas se asoman ya por tu cara /Virgen del Traspaso/ y la pena se había venío/ a vivir en tu pecho». Desde la oscuridad pude vislumbrar los semblantes de todos llenas del máximo recogimiento y, entre ellas, la de Luis de Pacote retorciéndose en la pena negra y sacando de donde no se puede su lamento hecho saeta. Como hacía su padre en aquellas Noches de Jesús que hoy lo tiene a su lado cantándole en el cielo de los buenos.

El ambiente casi se podía masticar y una extraña sensación de dolor y consuelo al mismo tiempo se apoderó de todos al tiempo que el cuadrillero ordenó la marcha en la emboscada mañanera del Redentor con la cruz a cuestas. Pero Ma-ría, la traspasada, no quiso irse pese al arranque de la cuadrilla. Miró a su hijo Luis y recordó la voz de su ancestro y de todos sus sobrinos. Y fue esa mirada de Traspaso al cantaor la que produjo el lamento jamás cantado, por segunda vez, y en su voz la dedicatoria a su padre, a Juan Morao y a Curro de la Morena, custodiando la tradición cantaora del pueblo. Y, entonces sí, una lágrima salió rodando por el rostro de la Virgen. Ni siquiera Ella pudo aguantarse. Gracias Luis.