Clásicos populares

Al final encarnan una vieja tradición española

Luis Ventoso

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No todo en la historia de España fueron proezas imperiales. Imposible entender a la vieja nación sin su veta picaresca, jamás extinguida. Pillerías de supervivencia menor y a ratos cutre, que nuestros antepasados del Siglo de Oro lograron elevar a literatura clásica y sarcástica. También a una de las primeras formas de denuncia social (en tiempos en que con ciertas alegrías de escribano te jugabas el físico). España es la patria del charro Lázaro de Tormes, hijo huérfano de un molinero cleptómano. Lo despacharon siendo todavía un inocente para ponerlo al servicio de un ciego revirado, de cuyas perrerías pronto aprendió a vengarse con creces. Al final de aquel siglo XVI llegó también el sevillano Guzmán de Alfarache, que acabaría sus andanzas en galeras, arrepentido de su sinvergüencería y taimados embustes. Cervantes ubicó en Sevilla a Rinconete y Cortadillo, esforzados miembros de la cofradía delincuencial del patio de Monipodio. Andando ya el XVII, el enorme Quevedo –para mi el más dotado– parió anónimamente a su buscón Don Pablos, segoviano de mala cuna (padre barbero ladrón y madre bruja) y peor desarrollo.

Es siempre un deleite volver a recorrer los caminos polvorientos, embarrados o traidores de aquellas Españas de la mano de unos fulleros que vadeaban el hambre con dados marcados, que recurrían a marrullas, tejemanejes y trapacerías, que a veces te arrancan una carcajada... cuya caja de resonancia te hiela el alma. Durante meses hemos contemplado a Rulles y Turulles, a Puigdemones y Roviras, a Gabrieles y Romevas, y a pesar de su notorio asco a España siempre parecían unos arquetipos quintaesencialmente españoles, clásicos de la estirpe de Lazarillo, Alfarache y Pablos. Embarcaron a su pueblo en una quimera. Jugaron al tocomocho con la candidez sentimental de muchos catalanes. Provocaron la retirada de 35.000 millones de los bancos y la marcha de 3.000 de empresas. Encabronaron el seno de las familias, que tuvieron que dejar de hablar de política en las mesas festivas, so pena de rematar la comida a insultos, o a bofetadas. Mancillaron la admiración que les profesaban todos los españoles, que los estimaban como vanguardia de modernidad, sentido común, ingenio industrial y europeísmo. Mintieron a destajo. Hicieron de menos a sus vecinos y los insultaron acusándolos de ladrones. Proclamaron una república de cartón piedra. Fabularon con que España ya no existía, que era un ente vaporoso y en coma, inane ante las eminencias libertarias del Noreste. Armaron un estropicio social, político y económico, un caos absurdo e innecesario... Y al final, se dieron a la fuga, o ingresaron llorosos y acobardados en la cárcel, que debió haber sido su destino en el mismo instante en que delinquieron gravísimamente al dar un golpe de Estado contra toda advertencia.

Al cierre del Buscón, Pablos viaja a las Indias intentando huir de su destino y villanías. No funciona: «Fueme peor, como vuecencia verá, pues nunca mejora en su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres». Pero Marta Rovira no leía a los clásicos. Ni tampoco el Código Penal.

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