La epidemia del s. XXI

La última soledad

Para Francisca la soledad era una prisión en la que vivía confinada entre los límites de su yermo matrimonio con Rafa

Mari Pau Domínguez

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Soledad es olvido; el mismo en el que cayeron dieciséis historias revividas en la sección de este periódico en el que la propia actualidad las desdibuja entre noticias de política, economía, relaciones internacionales, deportes… Asuntos que generan interés en la sociedad. Pero… ¿dónde queda el alma? ¿O la conciencia? Tras ello, en muchos casos, se ocultan experiencias vitales roídas por la soledad.

La soledad… Para Francisca era una prisión en la que vivía confinada entre los límites de su yermo matrimonio con Rafa, de quien dejó de acordarse al poco de perderlo de vista. Qué mala vida le daba, siempre al límite de la ley y de lo humanitario. Siempre en la orilla del mal. La situación paupérrima en un angosto piso, sin apenas luz, en un bloque ubicado en el extrarradio marginal de la gran ciudad, tampoco ayudaba a mejorar su ánimo.

Rafa llevaba cumplidos dos años y medio de condena cuando le concedieron su primer permiso penitenciario. «¡Cojo el petate y me piro!», le soltó entusiasmado a su compañero de celda . Estaba loco por ver las calles y llegar a casa. Lo cierto es que en su mujer no pensaba. En todo el tiempo que llevaba de reclusión no había ido a visitarlo ni una sola vez. Se desahogaba con los colegas de la cárcel: «Pá mí que no me ha perdonao lo de su hermana. Como si yo hubiera sido culpable, fue ella la que se puso a tiro, la muy p…». Con esas palabras justificó también ante el juez el simple hecho de que su cuñada hubiera entrado en su casa con la llave al no abrirle nadie, preocupada por su hermana. Era verano y vestía camiseta y shorts, «pues eso, pidiendo guerra», y nada más verla, Rafa la arrinconó contra la pared, le arrancó la ropa y después vino todo lo demás, violencia, horror… dolor… Fue condenado por violación pero, incluso antes de que se dictara sentencia, Francisca ya sintió un vacío tan hondo en su corazón que, desde el mismo día en el que halló a su hermana tirada en el suelo llorando y pidiendo auxilio, supo que la soledad no la abandonaría.

Perder a su hija

Con su marido en la cárcel, su hija menor de edad, Rosita, se había convertido en la única razón para vivir . Por eso cuando los servicios sociales se llevaron a la niña («usted no tiene recursos económicos para sacarla adelante, y el entorno tampoco es que sea favorable»), Francisca se sintió muerta. Rota por dentro. Se le secaron las entrañas. En la despedida, la niña se abrazó a ella sin querer soltarla, tal vez siendo consciente de que el destino se estaba torciendo. Y cuando el destino se tuerce, dejándonos al desamparo, nos condena a navegar por la vida sin un rumbo claro y sin esquinas que torcer para salvarnos. Sin puertos en los que atracar los sinsabores o los sueños truncados.

La vida se oscureció. El sol y la luna se juntaban sin que hubiera diferencia entre el uno y la otra. A Francisca ya le daba igual que fuera de día o de noche. El tiempo no existía para ella, cada vez más debilitada por las circunstancias y la falta de un horizonte que alcanzar. Por fin se decidió a descolgar el teléfono y llamar a emergencias. «Por favor, le suplico a quien sea que me ingresen en una residencia , necesito que me atiendan, ya no puedo ni comer sola…». Días más tarde recibió la visita de un desconocido, lo enviaban los servicios sociales municipales. Tomó nota de todos los datos, indagó en qué condiciones se desarrollaba la vida cotidiana de la mujer y se despidió. La respuesta no tardó en llegar: descartaron su ingreso en ninguna residencia al entender que podía valerse por sí misma.

Francisca apenas entendió la sucesión de palabras técnicas que figuraban en el escrito del ayuntamiento. Se sentó en el sofá desolada. Con una inusitada fuerza la invadieron los recuerdos tiernos de su Rosita, cuando se negaba a irse a la cama temprano, o aquella mañana en la que descubrió que tiraba el vaso de leche al fregadero porque no le gustaba la leche sola, «mamá, es que nunca me compras chocolate para echárselo». Mamá nunca quiso decirle la verdad: que no había dinero para comprarlo, que bastante con que tuvieran leche.

Las esperanzas se diluyeron y Francisca dejó de alimentarse y de esperar el siguiente día. Era verdad que necesitaba ayuda, desesperadamente. Tan verdad como lo era también que deseaba dormir y no despertar jamás. Llegaba a la cama a rastras. Hasta que una noche la visitó el silencio definitivo, con calma… con tristeza.

Dos años muerta

Rafa salió de la cárcel por la tarde. Llovía. Nada más bajarse del autobús se quedó un rato observando el entorno de su barrio bajo la tormenta. Aceras en mal estado, algún cable de la luz descolgado, desconchones en las fachadas repletas de ropa muy dispar tendida en cuerdas destensadas. Eran edificios destinados al realojo de familias sin recursos, como era el caso de Francisca y Rafa. Se dirigió a su casa y nada más franquear el portal una vecina le recriminó el mal olor que salía de su vivienda. Rafa se cansó de llamar al timbre y acabó tirando la puerta abajo con violencia. El hedor se extendió por la escalera. Tapándose la nariz y la boca con un pañuelo, se adentró en el piso y dio con una escena terrible: el cadáver de su esposa en la cama. Podría llevar muerta el mismo tiempo que Rafa en prisión.

Murió rodeada de lo que deseó y no tuvo. Anhelando el alma más amada. O el corazón dormido. O el último aliento, que se extingue. O la paz que se alcanza al dejar de existir. ¿Está al alcance de cualquiera una paz similar si permitimos que sigan ocurriendo casos como el de Francisca?

Soledad es olvido. Sí. Y olvido es adiós. El adiós que no supimos darle a ninguna de estas personas cuyas vidas se ahogaron en el infinito océano de la soledad a un paso de cualquiera de nosotros, víctimas que somos de las ocupaciones y el egoísmo del siglo XXI.

Quien tema a la muerte,

no hará nunca nada

por un hombre vivo.

SÉNECA, «Lecciones para el hombre ocupado»

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