Santiago Martín

Mártires o cómplices

Estamos ante un ataque diabólico contra los servicios sociales de la Iglesia

Santiago Martín

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La aprobación en el Congreso de Argentina de una ley que hace prácticamente libre e ilimitado el aborto -se podrá abortar hasta los nueves meses de embarazo en algunos casos- ha estado precedida por el referéndum sobre el aborto en Irlanda, que ganaron los partidarios del «sí». Además de la tragedia para la mujer y para el no nacido que eso significa, hay una cuestión colateral de gran importancia. En Irlanda ya se ha anunciado que no se permitirá la objeción de conciencia a los hospitales católicos y lo mismo puede pasar en Argentina.

¿Qué tiene que hacer la Iglesia en estos casos? Si se niega a cumplir la ley, se verá sometida a multas e incluso al cierre de los centros. Si cede y abre la puerta de sus hospitales al aborto, se convertirá en una aliada de la cultura de la muerte y en colaboradora eficaz de cientos o miles de muertes de seres humanos inocentes. Algunos argumentarán que el mal menor lleva a aceptar el aborto, pues de lo contrario se tendrían que cerrar los hospitales. Pero si esto sucediera, un negro manto de culpa cubriría a esas instituciones y a la Iglesia entera.

Pero no son sólo los hospitales católicos los que están amenazados por el avance de la dictadura del relativismo. También lo están los colegios, con la imposición de la ideología de género y de la enseñanza obligatoria de sus postulados. Y esto es sólo hoy, porque mañana pueden verse afectadas las residencias de anciano s, que serían obligadas a practicar o al menos permitir la eutanasia para los acogidos en ellas.

Es imprescindible exigir el respeto a los derechos de las personas jurídicas, recogidos en sus estatutos. A los que alegan que sólo las personas físicas tienen derechos se les puede responder que, según eso, un banco puede ser saqueado porque sólo tiene derecho a no ser robado el empleado que en él trabaja.

Estamos ante un ataque diabólico contra los servicios sociales de la Iglesia, que han sido siempre su carta de identidad. Hay que defenderlos a toda costa. Pero si no se pudiera, mejor cerrarlos que traicionar los valores que se derivan de nuestra fe . Lo contrario tendría unas consecuencias devastadoras. O somos mártires o nos convertimos en cómplices.

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