Soledad

Mala noche para morir

Discutir de política. Esa era la pasión de Teresa, con la que llenaba muchas de las horas de soledad, de la que jamás se quejaba. Su pasado de destacada sindicalista no era para ella cualquier cosa, y tal vez fue lo que la curtió en la vida convirtiéndola en una mujer combativa y de una admirable fortaleza

ABC
Mari Pau Domínguez

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Vendrá la muerte y tendrá tus ojos,

esta muerte que nos acompaña

de la mañana a la noche, insomne,

sorda, como un viejo remordimiento.

CESARE PAVESE

Discutir de política. Esa era la pasión de Teresa , con la que llenaba muchas de las horas de soledad , de la que jamás se quejaba. Su pasado de destacada sindicalista no era para ella cualquier cosa, y tal vez fue lo que la curtió en la vida convirtiéndola en una mujer combativa y de una admirable fortaleza. Los baches encontrados a lo largo de sus 83 años de existencia no habían sido mas que charcos que saltar para seguir su camino.

- ¡Este país no tiene arreglo!

- Siempre estás con lo mismo, Teresita.

- ¿Cuántas veces te he dicho que no me llames Teresita? -las discusiones con Ramón, jubilado de 75 años, se sucedían a diario.

- Una cosa es que no te gusten los que gobiernan ahora, pero de ahí a decir que este país no tiene arreglo… -replicaba Ramón, más por llevarle la contraria que por convencimiento de lo que decía.

- Mira, si gobierna la derecha, malo. Pero si gobierna la izquierda, peor, porque no hay manera de que esté unida y encuentre el rumbo. La izquierda ya no es lo que era… ¡Manolo, sirve otro vinito, anda!

A Teresa le gustaba desayunar en una esquina del bar situado en la madrileña calle de las Huertas, en pleno corazón de la ciudad; eran edificios con más años que ella. Se esmeraba en cuidar su aspecto a pesar de que la ropa que vestía era vieja y anticuada. Pero la atracción que ejercían sus profundos ojos verdes perfectamente delineados con lápiz del mismo color, y sus labios siempre con carmín, anulaban lo que pudiera desentonar de su indumentaria. Tenía carácter fuerte y desparpajo. Todos en el barrio la conocían por sus sonadas discusiones sobre política, que a veces derivaban en insufribles broncas. Y por su soledad. Aunque ella insistía: «Mejor estar sola que una mala compañía».

Solía sentarse en una mesa junto a la cristalera, desde la que podía observar el discurrir de la vida dentro del bar , pero sin perder de vista lo que sucedía en la calle. A veces, si se alargaba la discusión con Ramón, se le juntaba el desayuno con el aperitivo y entonces pedía un vino y cualquier tapa, «de las sobras de ayer, a ver si así me sale gratis -le decía al encargado-, ah, y el vino que sea del barato, que el bueno se me sube demasiado a la cabeza». En realidad habían dejado de cobrarle desde mucho tiempo atrás, conocedores como eran, los propietarios del negocio, de su precaria situación económica. Ella, en agradecimiento, se levantaba de su silla con un vigor inaudito para su edad y se ponía a limpiar mesas y a veces pedía la escoba «para dar un repasito a este suelo».

En Madrid, y sin tener formación para ello, ejerció de partera durante años; aprendió de ayudar en su juventud a matronas. Tras la guerra civil se marchó, como tantos otros, a Francia, donde tuvo que desempeñar trabajos de todo tipo para sobrevivir. Acabó ejerciendo de peluquera, de lo que tampoco tenía conocimientos, pero supo espabilarse. Sin embargo nunca llegó a cotizar para su jubilación . Por dignidad no permitía que dijeran de ella que era una anciana sin recursos, o en riesgo de exclusión social, o todas esas frases construidas desde un despacho por personas con la vida bien resuelta.

A diario, Carmen, trabajadora del servicio de asistencia a domicilio, le llevaba la comida. Aquella semana los niños disfrutaban de su período de vacaciones navideñas, así que Carmen iba acompañada de su pequeño, Luisito, de 9 años; no tenía con quien dejarlo y él disfrutaba yendo de una casa a otra. Siempre pillaba algo, una moneda, un caramelo… y no faltaban los besos.

- Que guapo eres -le dijo Teresa al niño cuando lo conoció-. No dejes nunca de querer a tu madre.

A partir de ese día, Luisito aguardaba con ganas la visita a casa de Teresa. Ella se mostraba cariñosa con él , ¡sería con el único!, porque a base de estar sola se había ido encerrando en sí misma y no podía decirse que destacara por su simpatía.

- ¿Por qué no le pones las bolas que faltan al árbol? -preguntó el pequeño al ver el abeto con tres penosos adornos arrinconado en el salón.

Bolas navideñas

- ¿Y por qué tienen que ser bolas?

- Es lo que le pone todo el mundo. Nosotros lo llenamos de bolas de muchos colores, ¿verdad, mami? -a Luisito se le iluminó la cara al contarlo. Le encantaba.

- ¿Te cuento un secreto? -Teresa se acercó al oído del niño-. No las pongo porque no tengo. En el barrio no hay ninguna tienda donde comprarlas, tendría que ir más lejos y me cuesta. Pero no pasa nada… Lo más importante es la estrella, y tengo una.

Al día siguiente, junto a la comida, Carmen le entregó una bolsa sin decirle lo que era. Después de comer, la anciana la abrió y encontró una caja con doce bolas navideñas de colores que le hicieron sonreír. Las discusiones con Ramón, la visita diaria de Carmen y ahora también la de Luisito, resumían todo el contacto que Teresa mantenía con el mundo exterior. No se relacionaba con nadie más. «¿Para qué?... si el mundo está lleno de papanatas. Ya no hay gente con carácter».

La mañana del 24 de diciembre, después de su paso habitual por el bar, se encontró con Luisito en el parque. Trepaba con amigos por un entramado de columpios y cuando la vio corrió a sentarse junto a ella en el banco.

- ¿Qué haces aquí sola? -quiso saber el crío.

- Me gusta veros jugar .

- ¿Tú no tienes nietos? -le preguntó con inocencia.

A Teresa le hizo daño le curiosidad del pequeño pero ante su insistencia le respondió: “Creo que no…”.

- ¿Crees? No entiendo. O se tienen nietos o no se tienen.

- Hace mucho frío para que estéis aquí -le incomodó la conversación-, anda y corre a casa, hoy es Nochebuena, tendrás que ayudar a tu madre. ¡Eh, Luisito! -le dijo cuando el niño ya se marchaba obediente-, ¿Sabes una cosa? Hoy me siento muy cansada…

Él giró la cabeza para mirarla, le regaló una preciosa sonrisa infantil y siguió caminando sin saber si Teresa le había mentido, o no, acerca de lo de los nietos. Pero es que ni ella lo tenía muy claro. Sabía vagamente de la existencia de una hija de Antonio, su único hijo, residente en Palma de Mallorca desde hacía muchos años. Nunca hablaba de ellos. A la nieta ni la conocía. Se las apañaba para evitar el dolor que ello causaba. Antonio dejó de preocuparse por su madre al marcharse de Madrid, con 20 años, sin haber superado nunca que su padre los abandonara siendo él muy niño. Teresa consideraba que ignorar el pasado era necesario para poder vivir el presente, sin vanas añoranzas, ni melancolía. Ni tampoco remordimientos, ni culpabilidades.

Regresó a casa fatigada. Veía a la gente correr de un lado a otro, estarían con los preparativos de Navidad, es la noche del año en la que las familias se reúnen, se lleven bien o mal sus miembros, eso es lo de menos. Pero ella no tenía con quien pasar la Nochebuena. Y cada año le pesaba más esa soledad en una época en la que el mundo entero pide a gritos compañía y la busca. Se obligó a sí misma a terminar de decorar el árbol . ¡Llevaba intentándolo diez días! Cogió una pequeña escalera de tres peldaños y fue colocando adornos con parsimonia, todas las bolas regaladas por Carmen ocupaban ya su lugar, los colores eran muy vivos. El brillo, se diría incluso que un poco exagerado, le recordó la cara de satisfacción de Luisito al contarle cómo decoraban el árbol en su casa. Hasta que llegó el turno de la estrella, «¡anda, que si me vieran los del sindicato!», ella era de respetar las tradiciones y disfrutaba haciéndolo.

De repente sintió un mareo , perdió el conocimiento y al desvanecerse tiró consigo del árbol en un gesto desesperado de pretender agarrarse a él. Su cabeza se golpeó mortalmente contra el suelo mientras las bolas del árbol rodaban desperdigadas.

A mediodía, Carmen y su hijo le llevaron una comida especial, con turrón y mazapanes para la noche. Luisito iba ilusionado, le había hecho a Teresa una corona de rey mago con cartulina. Carmen llamó al timbre varias veces, pero nada, no hubo respuesta. Cogió la llave que la anciana le había entregado la semana anterior, «por si algún día me pasa algo».

- ¡Vamos, mamá, abre! Quiero que vea la corona que le he hecho.

Al abrir tropezó con varias bolas de Navidad.

¡Mira, mamá, al final sí puso bolas en el árbol! -exclamó entusiasmado Luisito al verlas aunque fuera por el suelo.

Carmen avanzaba con el miedo que precede a la proximidad de la muerte. Dos pasos más y encontró a Teresa tendida en el suelo, muerta. Corriendo tomó a su hijo en brazos y lo condujo al rellano para evitarle la visión. Y allí lo abrazó con todas sus fuerzas. «¿Mamá… qué pasa?» , preguntó Luisito estrujando la cartulina contra el pecho de su madre.

La muerte tiene una mirada para todos.

CESARE PAVESE

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