HERMANOS GONZÁLEZ SL

Los artesanos, la cara oculta de la Semana Santa

Más allá de la algarabía de algunas procesiones y del silencio sobrecogedor de otras, detrás del espectáculo, están los meses de esfuerzo y dedicación de artistas que continúan el legado de una tradición centenaria

Madrid Actualizado: Guardar
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A Alberto Paniagua le enorgullece ver cómo, cada Semana Santa, la imagen del Cristo de la Voluntad recorre las calles del casco antiguo de Talavera de la Reina (Toledo). En su cabeza se agolpan los recuerdos de cómo le dio forma, y vida. Aunque no solo se limitó a hacer la figura; también «las andas, los faroles, el ensamblaje...» del paso nacieron en su taller. El conjunto —tallado en madera de cedro y acabado en 2007— es para él una unidad, una muestra de todo lo que es «capaz de hacer, su obra más completa». Con ella, se siente más identificado: la hizo para que recorriera su Talavera natal, una ciudad fronteriza entre Extremadura y las dos Castillas de la que se siente hijo.

La posición privilegiada que ocupa, ha convertido a la localidad manchega en un lugar en que se mezclan dos estilos: el andaluz y el castellano. El primero, «es más barroco, más rico en la cantidad de ornamento»; el segundo, más cercano al Renacimiento, «se caracteriza por su sobriedad, por ser más sutil y elegante». Un estilo que ni deja de llamar de la atención, ni deja de ser arte. «Es como el Periodismo, que puede contar algo muy bien y despertar emociones con palabras sencillas», explica Paniagua.

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Sin embargo, se recurra al estilo que se recurra, detrás de la Semana Santa, de cada procesión y de cada obra, hay muchas horas de trabajo. «Talavera no es zona de pasos demasiado grandes. Se tarda unos cuatro o cinco meses en hacerlos; un año si se trata de una obra muy rica en ornamento», cuenta el artista. Durante ese tiempo, él y sus dos compañeros trabajan sin parar, cuidando cada detalle. «A lo mejor podría aumentar número de empleados, dejar de hacerlo todo manual y mecanizar el negocio», se plantea Panigua. Sin embargo, así, «el taller perdería su esencia»: «No hay un catálogo de piezas idénticas, cada obra es única y artesanal», fruto de revisar el trabajo de forma constante. «Me gusta mucho el trato con el cliente, que él decida, aunque yo le guíe y ayude. Así quedan proyectos muy maduros». Una pasión le viene de familia —su padre ya era tallista— y que le hace querer conservar las tradiciones.

El dorado

De familia también le viene a Javier González, dueño del taller sevillano de dorado y policromía Hermanos González, donde se encargan de cubrir de pan de oro y de dar color a las obras ya talladas. «Mi padre ya trabajaba en esto, así que lo llevo viendo desde chico. Mi hermano y yo salíamos del colegio por las tardes y nos íbamos al taller a ayudar, a lijar la madera, a quitar rebaba», recuerda el artesano, quien apuesta por la previsión y la organización. « La mayor carga de trabajo llega después de Navidad, cuando algunas hermandades se dan cuenta de que se les ha roto algo. Yo no suelo contratar refuerzos porque lo tengo todo pensado y organizado. Se echan más horas en el taller, eso sí. Lo importante es conocer el volumen de trabajo de antemano. Mucha gente en otros talleres se relaja y se pone las pilas después del verano. Ahí han perdido cinco o seis meses», revela González.

En el taller hay siete personas. «Yo organizo el trabajo y decido dónde se pone cada uno [en función de sus habilidades y su especialidad]. Mi hermano se dedica al estucado y tallado. Mi señora dora. Mis hijos hacen un poco de todo porque están aprendiendo. También hay trabajadores que no son de la familia, cada uno especializado en una cosa: rascado, dorado…», indica el artista. Entre ellos, está Moisés Vázquez, un joven dorador de 29 años que lleva once metido en el mundo del arte y que está irremediablemente enamorado de la Semana Santa de su tierra.

A través de sus ojos y de sus manos se asiste a un proceso lento y minucioso, con siglos de Historia a sus espaldas: el dorado de un paso. Se le echa cola de conejo a la madera para «resanarla y tapar los agujeros para que el oro que se va a colocar encima no se oxide». Luego, se le añaden sietes capas de estuco o yeso mezclado con la cola de conejo. Después, se lija la superficie para que las piezas que han perdido forma vuelvan a recuperarla. Es el momento de «darle tres o cuatro manos de bol», una especie de barro que luego se pule para quitar la grasa. Más tarde, unta con templa –colapiscis mezclada con agua destilada– la parte del paso que debe ir en mate; a la de brillo no le añade nada. Entonces, llega la hora de colocar el oro encima: con el pomazón corta según la forma de la talla y, con la polonesa, coloca cada uno de los fragmentos en la superficie del paso, tras haberla mojado con agua. «Al día siguiente, a la parte que debe quedar brillante se la raspa con una piedra de ágata para bruñir el oro», explica. Por encima del oro mate se pasa de nuevo un pincel mojado con templa. Es así se consigue el contraste entre brillo y mate. «Queda precioso, aunque lo mejor es cuando lo sacas fuera, a la calle, y ves el resultado», señala el joven artesano.

Su discurso hace reflexionar sobre el trabajo que lo que vemos ahora (el arte que sale de las iglesias para pasearse unas horas por la calle) lleva detrás. Hay personas que se dedican a crear, tallar y restaurar; a dorar y darle color a lo que ya tiene forma; a bordar, a forjar los candelabros, a cincelas las velas o a colocar las flores.

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Aunque, según explica González, hay algo más gratificante que la labor que hay detrás de un paso, algo más duradero. «Lo más satisfactorio para trabajar son los retablos porque no se vuelven a tocar en siglos. Tus nietos pueden ver tu trabajo. Los pasos, sin embargo, se renuevan cada 50 ó 60 años, están más manoseados», cuenta el artista, quien recuerda con especial cariño el retablo que hizo para la Hermandad del Cachorro, que «se talló y doró al mismo tiempo». La obra acabó en 2010 y llevó dos años y medio de trabajo.

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