Plaza de la Virgen Blanca, en Vitoria, durante la nevada del miércoles
Plaza de la Virgen Blanca, en Vitoria, durante la nevada del miércoles - EFE

¿Cómo se defiende el cuerpo del frío?

El organismo acelera algunas reacciones, activa la tiritona, pone la piel de gallina y lleva la sangre a las zonas más internas. Además, genera una sensación que nos lleva a abrigarnos

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De forma cotidiana el cuerpo humano libra una batalla silenciosa para luchar contra la hostilidad del medio externo. Aunque estemos en el desierto de Gobi, en la pluviselva brasileña o nadando en el Ártico, nuestro cuerpo debe mantener sus condiciones internas para seguir funcionando. También lo hace cuando decidimos correr una maratón o pasarnos el día sentados en una oficina. Incluso allí, el cuerpo está alerta: si mientras lees estas líneas has decidido ponerte un jersey porque tienes frío, o te has acomodado en la silla porque te dolía el trasero, es porque el cuerpo está librando esa batalla, una vez más. Pero, por mucho que lo haga constantemente, en realidad al cuerpo no le resulta sencillo ajustarse. A fin de cuentas tiene que conseguir que sus 37 billones de células luchen por una causa común al tiempo que mantiene su «estado de bienestar».

Quizás algunos políticos tendrían que tomar nota.

Este mantenimiento de la estabilidad interna recibe el nombre de homeostasis, y no es más, ni menos, que el intento de mantener unos parámetros fisiológicos, como la temperatura o el suministro de nutrientes y oxígeno, dentro de unos límites adecuados. Esto es parecido a lo que hace el radiador de un coche, en su intento de evitar que el motor se caliente demasiado. Entonces, teniendo en cuenta el tiempo que hace estos días, ¿cómo detecta el frío el cuerpo humano y cómo lucha contra él? Cualquiera que haya tiritado, haya sentido escalofríos o haya tenido la piel de gallina ya puede saber por dónde van los tiros.

Tal como escribieron Arthur C. Guyton y John E. Hall en su « Tratado de Fisiología médica», «en general, un cuerpo desnudo mantenido en una atmósfera seca entre 12ºC y 55ºC puede mantener una temperatura central normal de 36 ºC a 37,5ºC». Para conseguirlo, unos centros nerviosos situados en el hipotálamo, al modo de centralitas telefónicas, reciben la información procedente de unos sensores que detectan la temperatura y activan respuestas que pueden ir desde la producción de más calor corporal a la piloerección, o sea, a que se nos ponga la piel de gallina. El objetivo último de este sistema termorregulador es mantener la temperatura corporal en torno a los 37,1ºC siempre que sea posible. Este valor crítico recibe el nombre de punto de ajuste, y puede cambiar por ejemplo cuando se activa la fiebre. Pues bien, ¿qué hace el organismo cuando se le expone al frío?

Medidas de ahorro... de calor

Cuando pasamos frío, los centros termorreguladores activan unos mecanismos encaminados a disminuir la pérdida de calor. El primero de ellos es la llamada vasoconstricción periférica, un fenómeno que consiste en el estrechamiento de las «tuberías», los vasos sanguíneos, que llevan la sangre a las zonas más externas del cuerpo y que, por tanto, son más propensas a cederle su calor al exterior. Esto baja aún más la temperatura de las partes más externas, y es el motivo de que cueste hablar, que las manos se queden entumecidas o que tendamos a coger catarros en invierno, ya que se supone que varias actividades defensivas del organismo funcionan peor en estas condiciones.

Los pelos también tienen su papel. Por medio de la «piloerección», la parte terminal del pelo se endereza gracias a la acción de unos pequeños músculos que están adheridos a los folículos pilosos. Aunque esto no tiene ninguna función en seres humanos, en otros animales permite crear una capa de aire junto a la piel que actúa como aislante y que disminuye la pérdida de calor.

Junto a estos mecanismos automáticos y subconscientes, el organismo dispone de un mecanismo termorregulador aún más potente que disminuye la pérdida de calor. Y es que, cuando detecta que hace frío, induce una sensación de frío molesto que lleva a la persona a cambiar su conducta para irse a una habitación más caliente o a para abrigarse más, por ejemplo.

Más madera

Aparte de estos mecanismos que disminuyen la pérdida de calor, otra forma de mantener la temperatura es aumentar la producción del mismo. Para ello, una región cerebral aumenta el grado de contracción (tono) de los músculos esqueléticos (los que se pueden controlar a voluntad), de ahí que cuando pasamos frío notemos el cuerpo entumecido y rígido. A partir de cierto grado de contracción, comienza la tiritona, que es capaz de aumentar la producción de calor del cuerpo en cuatro o cinco veces, según escriben Guyton y Hall en su tratado.

Los inuit producen más calor corporal para sobrevivir en el frío (Lomen Brothers)
Los inuit producen más calor corporal para sobrevivir en el frío (Lomen Brothers)

Por último, el organismo pisa el acelerador (se dice que aumenta la tasa metabólica de las células) y comienza a «quemar» más rápidamente los nutrientes, con lo que empieza a liberar entre un 10 y un 15% de más energía en forma de calor. En los bebés lactantes, sin embargo, este aumento puede ser del 100%, gracias a que disponen de más cantidad de un tipo de grasa (llamada grasa parda) que es muy oportuna para esto. También se sabe que las personas que viven durante semanas en lugares muy fríos (como los inuit o militares en el Ártico), tienen tasas metabólicas más altas gracias a un mecanismo que funciona a largo plazo.

Cuando el frío duele

Para que el organismo responda al frío, el primer paso es que detecte que hace frío. Por eso, el cuerpo humano cuenta con sensores térmicos profundos, (en las vísceras, en el hipotálamo, en la médula espinal y en algunas venas), que detectan la temperatura interna, y otros sensores térmicos superficiales, que están en la piel y captan la situación del exterior.

Entre estos últimos, los científicos descubrieron que el organismo cuenta con receptores distintos para el calor y el frío, pero que estos no están distribuidos de la misma forma. Se sabe que el organismo es más sensible al frío que al calor, porque en muchas zonas de la piel se encuentran 10 veces más receptores de frío que de calor, y que, además, todos estos se concentran más en ciertas zonas. Por ejemplo, hay muchos más receptores de temperatura en los labios que en los dedos y muy pocos en algunas zonas del tronco.

También se sabe que estos receptores de calor y de frío reciben la ayuda de los receptores para el dolor cuando la piel entra en contacto con grados extremos de calor o de frío. Y, como se trata de los mismos receptores, el calor ardiente y el frío helado se sienten de la misma forma.

Quizás el lector haya notado que cuando sale a la calle el frío «le pega una bofetada» pero que, al cabo de un rato, se hace más soportable. Esto ocurre en parte porque los sensores térmicos son muy sensibles a los cambios de temperatura: se estimulan muy intensamente cuando nos sumergimos en la piscina, pero con el paso de los minutos van relajándose (aunque si permanecemos mucho tiempo en el agua perderemos tanto calor que se activarán los receptores internos de frío). También parece que, cuantos más receptores informen sobre el cambio de temperatura, porque tengamos una superficie muy amplia expuesta al frío, con más precisión podremos detectar los cambios. Así, se cree que se pueden detectar cambios rápidos de temperatura de 0,01ºC cuando afectan a toda la superficie del cuerpo a la vez, pero que no se detectarán cambios 100 veces mayores cuando la piel afectada tenga una extensión de un centímetro cuadrado.

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