OPINIÓN

El turismo y viceversa

Imagino que esto pasará en todas partes, pero el mal de muchos no es, en este caso, consuelo

Yolanda Vallejo

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Decía don Benito que España es el país de los viceversas. Pérez Galdós, ya lo sabe, ha sido el español que mejor nos ha dicho a los españoles cómo somos, pero le hemos hecho tan poco caso que siempre nos sorprende con sus sentencias. Nunca decepciona; es lo que tiene ser el tuerto en el país de los ciegos o el niño que señala inquisitoriamente al emperador que va desnudo. Alguien tenía que decirlo. Y si España es el país de las contradicciones, ya ni le cuento las coordenadas en las que nos movemos en este sur del sur, en esta ciudad que lleva tres mil años cambiando la hoja de ruta -odio las frases hechas, aunque no lo parezca- como si no encontrara su lugar en el mundo. Ya sabe usted de lo que hablo, y no me refiero a esa parte de la historia de la que siempre salimos ilesos, sino de estos tiempos globalizados en los que la pérdida de identidad de las ciudades se ha convertido, paradójicamente, en una seña de identidad.

Que lo mismo da estar en Florencia que en Madrid, que da igual que estemos en Berlín o en Sevilla porque el turismo es la nueva colonización, la que impone sus reglas, sus normas, y la que habla el mismo idioma en todas partes, el idioma de los invasores. Y ya sé que estará usted pensando que el turismo no está tan mal y, sobre todo, es una fuente de ingresos para la maltrecha economía de nuestra ciudad; y ya sé que estará usted pensando que tampoco es para tanto, a pesar de que el pasado miércoles más de veinte mil personas desembarcaron en nuestro muelle y se hicieron con nuestros mapas, sin más resistencia que la de las quejas de boca pequeña «no hay quien ande por la calle». Pero la versión oficial hablaba de un nuevo impulso para el comercio y la hostelería, del impacto económico que los cruceros dejan en nuestra ciudad y de los datos del último estudio realizado por la Junta de Andalucía que arrojan cifras de muchos ceros como contrapartida a ceder nuestro espacio.

Esta semana también conocimos que Cádiz lidera el número de turistas por kilómetro cuadrado, con una media de 2,09 turistas por habitante, -en breve habrá más turistas que perros, que ya es decir- lo que nos sitúa en un nivel de densidad altísimo, si nos comparamos con otras ciudades como Granada, Córdoba o Málaga que, no solo son ciudades más grandes, sino que concentran un tipo de turismo distinto al que recibimos nosotros. Aquí, por suerte o por desgracia, sabemos conjugar la playa y la cultura, la gastronomía y la historia, la fiesta y el paisaje y, al final, el que no viene por una cosa, viene por la otra, y termina alojándose en nuestras casas -que levante la mano el que no tiene un apartamento turístico en su bloque- y apropiándose de nuestras cosas, como si tal cosa...

Es esta nuestra contradicción, que nos pesa como una maldición. Que Cádiz se convierta en un gran destino turístico tiene truco, y se nota. La proliferación de pisos turísticos, - de edificios turísticos, en muchos casos- es cada vez mayor, a pesar de la ordenanza aquella con la que el Ayuntamiento decía que se iban a limitar las licencias, y dificulta la vida de los pocos gaditanos que vamos quedando. No hace falta que se lo diga, pero los precios de las viviendas son cada vez más altos y el alquiler habitacional prácticamente ha dejado de existir -y no culpo a los propietarios porque usted y yo también lo haríamos- para transformarse en un alquiler estacional o vacacional.

La ciudad sigue perdiendo vecinos, y los vecinos siguen perdiendo a su ciudad. Ya no se puede salir a comer sin reserva previa -y haciendo turnos, que me parece lo peor-, ya no se puede comprar en el almacén de la esquina -no hay almacenes en las esquinas, para qué engañarnos-, ya no se puede salir a pasear tranquilamente, ya no se puede ver la puesta de Sol sin que los aplausos te hagan creer que el Sol no va a volver a salir más, ya no se puede comprar atún en el mercado sin que una legión de colonizadores turistas te saquen una foto como si fueras un animal exótico… qué quiere que le diga; que sí, que somos la ciudad de los viceversas de la que hablaba don Benito.

Imagino que esto pasará en todas partes, pero el mal de muchos no es, en este caso, consuelo. Tengo sobre mi cabeza un apartamento turístico que cada semana cambia de idioma. Cada semana, entre el asombro y la duda, tengo vecinos distintos. La mayoría de ellos cree que está en Zimbawe y salen a la calle vestidos como de safari, dispuestos a conseguir la mejor pieza: el mejor restaurante, la mejor foto para Instagram, el rincón más pintoresco… y cada día nos miran, al cruzarnos en la escalera, como si fuésemos aborígenes, indígenas, o simplemente atrezo del parque turístico que han venido a visitar. Los imagino al llegar a sus tristes lugares de origen diciendo «teníamos unos vecinos que salían por la mañana a trabajar, y que por la noche, sacaban la basura y la ponían en unos bidones que guardaban dentro del portal», o «tendían la ropa al Sol y compraban en un mercado en el que había peces enteros y con espinas». «Qué interesante» les dirán sus amigos en sus tristes lugares de origen, «el año que viene queremos conocer ese lugar».

Porque «ese lugar» ya no es nuestro, y hay que asumirlo. Hemos vendido nuestra alma a un diablo que sabe más por viejo, pero que no conoce una cosa: esto del turismo también pasará… porque será un gran invento, no digo que no, pero no lo hemos inventado nosotros.

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