La Hoja Roja

Hay otro Cádiz

Las huelgas del sector del metal y la industria auxiliar de los astilleros son tan Cádiz como las caballas en la calle de la Palma o los churros de la Guapa

Yolanda Vallejo

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En la tierra de la alegría, la de los atardeceres de aplausos, la del slowlife y la cerveza barata, la de los pisos turísticos –que son más de los que parecen y aparecen en las listas oficiales- la que canta espantando, o conjurando, sus fantasmas hay una zona muerta que no sale en los informativos, que no aparece en las guías de viajes y que no tiene ningún like en Instagram. Y, sin embargo, existen. Las huelgas del sector del metal y la industria auxiliar de los astilleros son tan Cádiz como las caballas en la calle de la Palma o los churros de la Guapa. Siempre estuvieron ahí, y los que tenemos memoria superhistórica lo sabemos, como también lo saben quiénes aún son capaces de tararear que en el pasado octubre una gran fiesta se celebraba y estaban festejando que la bahía nos la cerraban… Sí, usted también se acuerda. De aquellos barros, aún nos queda algún que otro lodazal. De aquella bahía que reclamaba trabajo para sus astilleros quemando el puente si hacía falta, de aquella marcha pacífica en la que más de cincuenta mil personas se manifestaron ante el cierre de la planta de Delphi en Puerto Real, nos ha quedado solo el relato, las hazañas epopéyicas de aquellos hombres –eran solo hombres- que no retrocedieron ni un paso en la reivindicación de más carga de trabajo para los astilleros de la bahía. Todos a una, nos dijeron, nos contaron, lo hemos visto en viejas fotos en blanco y negro, lo estudiamos en el bachillerato. Reconversión industrial como sinónimo de paro y de miseria.

Hay varios Cádiz. A Teresa Rodríguez le llena de orgullo «la Cádiz de las barricadas», la de las amenazas «cuando no te escuchan por las buenas, el mensaje llega con señales de humo», dice, o con dinamita, como la próxima visita que prometían siempre ella y sus amigos, en cuanto cogían la ocasión y un megáfono. Y ese Cádiz, el de las consignas, el de «si esto no se arregla, guerra, guerra, guerra», el que llevaba esperando cuatro años –el que avisa no es traidor- para montar el show, si las negociaciones del convenio laboral no iban por el camino correcto –correcto para ellos, se entiende- se tiró a la calle el miércoles y el jueves en horario escolar, no tanto para reivindicar sus derechos laborales -al fin y al cabo, es lo que piden- sino para demostrar que aquí mando yo y no manda más nadie, como cantaba Bienvenido. Gorros, pasamontañas, bufandas tapando la cara eran el dresscode de la protesta. ¿Por qué se tapan la cara si lo que hacen es legal, legítimo, justo y necesario? ¿Por qué hay que dejar aislada a la ciudad cortando las salidas, impidiendo, por la fuerza, que el resto de los vecinos y vecinas puedan hacer una vida normal, ir al trabajo, acompañar a sus hijos al colegio, asistir a una cita médica, coger un tren…? ¿Por qué hay que levantar «barricadas orgullosas», quemar contenedores, romper cristales y amedrantar a la población? Pedía David de la Cruz, portavoz de Adelante Izquierda Gaditana, ante el caos y el descontrol del miércoles y el jueves –lo bueno es que las ganas de lucha les duran de ocho a tres- paciencia y compresión a la ciudadanía, porque «la ciudad está luchando por su futuro». Olvidan los defensores de la causa que, en esta ocasión, la lucha no es por el futuro de la ciudad, sino por la negociación puntual del convenio colectivo del sector del metal. Que sí, que hay muchas familias en Cádiz que viven de la industria auxiliar de astilleros y de otras empresas relacionadas con el sector metalúrgico, pero también hay mucha gente en Cádiz que trabaja en otras cosas y que podría hacer de su capa un sayo cada vez que haya que renovar el convenio.

¿Se imagina usted a los funcionarios del Ayuntamiento cortando la entrada a Cádiz y metiéndole fuego a cualquier contenedor? Y quien dice los funcionarios municipales, dice los de Diputación o el personal sanitario –que motivos tendrían- o el de la UCA, o la policía o la guardia civil, o los conductores de autobús o los cajeros de supermercados ¿Pedirían entonces los políticos «paciencia y comprensión»? ¿Estaría Teresa Rodríguez orgullosa de las barricadas? Seguramente no.

Porque hay otro Cádiz. Un Cádiz que ve, en esto de las movilizaciones del metal, una agresión, una falta total de respeto hacia los vecinos –y vecinas-, por mucho que al pasar por el Puerta del Mar gritaran «Sanidad Pública»; un Cádiz que en estos actos de violencia gratuita y de intimidación no reconocen a la lucha obrera, la que nos trajo hasta aquí, las de nuestros padres y nuestros abuelos, los que soñaron otro Cádiz para nosotros. El Cádiz que sí me hace sentir orgullosa.

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