LA HOJA ROJA

Sin acritud

Nosotros, los que hace diez años creíamos que señalábamos a la luna, nos damos cuenta, ahora, de que, aunque el dedo sigue señalando, la luna no es siempre la misma

Una ciudad, ya lo sabe porque nos lo contaron los irracionales de Jesús Bienvenido, «es un trocito de papel de un mapa donde el destino decide que debes nacer». Porque por mucha camiseta que diga que no todo el mundo puede ser de Cádiz y ... por mucho que nos cuenten que el gaditano nace donde le da la gana, la verdad es que uno es de aquí como podría ser de otro sitio, si el azar y las circunstancias así lo hubiesen conjurado. No es la partida de nacimiento la que le da cuerda al reloj -vaya antigüedad, darle cuerda al reloj- de los sentimientos, ni una hoja del padrón la que emite los carnets de gaditanos porque el amor a una ciudad, como la mayor parte de los amores, hay que aprenderlo, hay que sufrirlo, hay que disfrutarlo y hay que disculparlo, sobre todo, hay que disculparlo. Porque, aunque la pasión ciegue el conocimiento, la razón siempre llega a donde no alcanza el corazón y aunque una ve los desconchones, prefiere darle forma a los sentimientos y construir con ellos el imaginario colectivo de lo que fuimos, y de los que somos, y si me apura, de lo que queremos llegar a ser.

Quién se dejaría cortar un dedo de la mano sin que le doliera… sí, lo sé, es un pensamiento muy de madre, qué quiere que le diga, pero un pensamiento, al fin y al cabo, que no falta a la verdad. Porque a los que somos de aquí nos duele tanto nuestra ciudad que, a pesar de que conozcamos sus debilidades, seríamos capaces de matar por defender sus fortalezas y por eso, solo por eso, estamos legitimados para entonar la antífona heredada de nuestros mayores, aquellos que se inventaron lo de la opinión pública que, según decían las Cortes de Cádiz, «es la voz general de todo un pueblo convencido de una verdad que ha examinado por medio de la discusión». Ya ve que cuando nos ponemos, lo hacemos todo a lo grande.

De aquellos altos ideales nos quedó, cómo no, la costumbre de opinar. Y llevamos tanto tiempo haciéndolo que nos sale de natural; no conozco una ciudad donde se ejerza tanto lo que dimos en denominar «es mi opinión». Claro, cada uno tiene la suya, apellidada «respetable» para que quede bien claro que no tenemos intención alguna ni de cambiarla ni de añadirle matices, porque para gustos, decimos, están los colores. Y con esa paleta de colores es con la que cada semana, los que nos dedicamos a esto de la opinión, intentamos trazar el mapa de los afectos y desafectos de nuestra ciudad.

Voltaire no dijo nunca «podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo«, como tampoco Orwell dejó escrito nunca que la opinión «es decir lo que la gente no quiere oír», pero en cualquier caso, no hay tarea más hermosa ni más noble que la de sentarse, semana tras semana, a contemplar nuestra ciudad a través de un folio, a verla en el reflejo de un escaparate, a reconocerla en la risas de los niños que fuimos, a descubrirla en el interior de las tripas de madera de una maqueta, a señalar que va desnuda o que no acaba de despertar de una pesadilla… a inventar un diálogo con lo que pudo haber sido y, tenemos la certeza de que nunca va a ser. Una rutina, si quiere, para ejercitar el músculo de la ciudad, rápida, a veces, pausada, otras, desafortunada o dichosa, interesante o reflexiva, pero siempre pegada a la realidad, al suelo, al momento en el que cada columna, cada artículo, se convierte en la foto fija de un instante, tan breve.

Ya no sirven los periódicos del día para envolver el pescado de mañana, como decía Lippmann, en parte, porque casi no hay periódicos y en parte, porque casi no hay pescado fresco. Gran parte de lo que consumimos lo consumimos ya congelado, envasado y casi digerido; también las noticias, también las ideas, también los amores, incluso el amor a una ciudad. No hay apenas tiempo para dar un paseo, para pensar un rato, para tomarse un café viendo un atardecer naranja que lleva ahí tres mil años y que ahora reconocemos por los aplausos de otros. Para cambiar las ideas repetidas por otras con las que completar el álbum de los propósitos… yo qué sé.

Por eso es tan saludable tomar distancia con nosotros mismos, volviendo sobre nuestros pasos para dejarnos sorprender de nuevo con nuestra ciudad. Nosotros, los que hace diez años creíamos que señalábamos a la luna, nos damos cuenta, ahora, de que, aunque el dedo sigue señalando, la luna no es siempre la misma. Y por eso resultan tan saludables las antologías de artículos de opinión como la que mañana presentará Ignacio Moreno Bustamante, director de LA VOZ DE CÁDIZ, en la Diputación Provincial. Diez años -que pudieron cambiar el rumbo de nuestra ciudad- de amor incondicional a Cádiz que han engendrado más de seiscientos artículos publicados en las efímeras páginas de un periódico y que ahora, se hacen carne en un libro para recordarnos y revivirnos lo que ha pasado en nuestra ciudad en la última década. Para recordarnos y revivirnos que nosotros, los de entonces, seguimos respirando por la misma herida, por la que más nos escuece, por la que más nos duele, por este Cádiz al que amamos y que tantos disgustos nos da. Sin acritud, como diría Ignacio.

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