TRAMPANTOJOS

El sabio de Japón

El jesuita Fernando García Gutiérrez deja en Sevilla un hermoso y casi secreto legado de arte oriental

El jesuita Fernando García Gutiérrez, durante una conferencia RAÚL DOBLADO
Eva Díaz Pérez

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Era quien guardaba ese inesperado perfil japonés que a veces puede esconder Sevilla. Fernando García Gutiérrez, jesuita, académico de Bellas Artes de Sevilla y alma de Japón en la ciudad, ha muerto cuando florecían los ciruelos de Japón que hay en los Jardines de Murillo. Jardines que han tomado estos días un geometrismo sereno de jardín zen como si acabara de pasear por ellos quien era maestro en erudiciones orientales.

Al hablar con él se producía un curioso espejismo:el Guadalquivir se transformaba en el río Sumida que atraviesa Tokio y su voz se volvía la de un narrador de relatos de la corte imperial del Trono del Crisantemo. Era heredero de esos misioneros jesuitas que partían del puerto de Sevilla para evangelizar -con gran peligro de sus vidas- las tierras lejanísimas del Japón.

Nadie conocía mejor el arte japonés y no dudaba en enseñar su tesoro oriental en Sevilla. En la Casa de los Pinelo hay un pequeño museo dedicado al arte oriental que guarda la colección de arte que el padre García Gutiérrez recopiló durante su vida y que quiso donar a la Real Academia de Bellas Artes Santa Isabel de Hungría. Siempre he pensado que esa colección casi secreta sería un magnífico punto de partida para crear un museo dedicado al mundo oriental. Sevilla tiene prestigio histórico para reivindicar un espacio así que recordara la relación de la ciudad con el extremo oriente gracias a la fabulosa historia del galeón de Manila. Aquella ruta de frailes y plata partía de Sevilla para llegar a Veracruz, México, Acapulco, Manila, China y Japón. Ese itinerario comercial, cultural y religioso traía especias moluqueñas, porcelanas chinas, tinajas de Siam y lacados japoneses. Se llenaba la ciudad de aromas exóticos y el río se tornaba del matiz verdoso de los mares antiguos, ese color del Pacífico, el «lago de los españoles». Todo eso lo recordaba con emoción y orgullo.

Tenía la cruz de la «Orden del Tesoro Sagrado» y fue el encargado de guiar la visita que en 2013 hizo el príncipe heredero de Japón, Naruhito, para conmemorar los 400 años del mítico viaje del samurái Hasekura Tsunenaga.

García Gutiérrez iba narrando detalles sobre aquel viaje como si realmente hubiera vivido en 1613. Y recordaba cómo aquellos viajeros olían a algas y arroces y en los bolsillos llevaban marchitas flores de almendro que guardaban la lejana tierra de la que venían. También recordaba aquella carta de presentación que traían y que ahora -no sé por qué- me suena al epitafio que merece este hombre bueno: «De nuestra corte de Xenday, a los catorze de la luna nona, el désimo otauo año de la hera de Echo».

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