#Resort

Una pareja pasea en una playa paradisíaca de arenas blancas ABC
Daniel Ruiz

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Llega un momento en que uno se sacia de tanto daiquiri y tanto mojito, de tanto spa y tanto aquagym, incluso acaba cogiéndole manía a la cantante que ameniza las veladas y a su ordinario vestido alentejuelado, por no hablar de su insufrible repertorio atiborrado de bachatas y de salsa. Por eso muchos turistas han empezado a salir del recinto a media tarde. Cuentan en el bufé del desayuno, con los ojos todavía brillantes, que es digno de ver cómo los negros bailan con las negras: el sudor es fuerte, mareante, huele a tierra y savia. Pescan con lanzas y apenas llevan ropa. Una experiencia, en fin, esencial, verdadera. De hecho algunas turistas solteras que viajaban solas ya llevan días sin volver: todos sonríen con complicidad cuando algún despistado pregunta por ellas.

Más allá del recinto, al otro lado de la playa particular del hotel, fuera del gobierno de las pulseras amarillas, a veces se identifica humo. Incluso, de noche, entre canción y canción de la orquesta, se escucha el eco de las carcajadas, tan desmesuradas que parecen gritos.

Esta mañana, a la hora del aperitivo, mientras todos se aplicaban, como cada día, a la tarea de exterminar la resaca principiando una nueva borrachera, por la puerta del recinto que da a la playa ha aparecido una de las turistas ausentes. Muchos han sentido deseos de preguntar por su experiencia. Pero no ha sido la vergüenza lo que les ha frenado: ha sido identificar, en la distancia, que algo no iba bien. No se trataba sólo de su avance balbuciente e histérico, como si huyera de un incendio. ¿Qué trae?, ha preguntado alguien, ¿son rosas? Era un efecto del brillo del sol sobre la sangre y la carne mordisqueada: para portar algo hubiera sido necesario que conservara los brazos.

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