LA TRIBU

Ojos aprendices

En la capital aprende para llevarse a su íntimo universo devoto cuanto de bueno ve o cuanto cree que encaja

Detalle del manto de una de las Vírgenes que procesiona en la Semana Santa de Sevilla JUAN FLORES
Antonio García Barbeito

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No viene buscando una copia exacta, busca sugerencias, ideas, detalles. No viene a robar, viene a mirar, a aprender, a comparar, a pensar que esa blonda, ese recogido, ese frunce, ese rostrillo o esas flores encajarían perfectamente en el paso de sus amores, en su pueblo. Lleva viniendo a Sevilla desde que era un muchachillo que en las manos se sintió el florecer de una sensibilidad que tiraba a los santos, a los altares, a los pasos. Lo perdía aquel ver que las mujeres iban camino de la iglesia para organizar los preparativos de un triduo, un besamanos, un altar de cuaresma. Primero se hacía el remolón en el porche, sin atreverse a entrar, hasta que un día una amiga le dijo vente conmigo y ahí descubrió su mina, y la descubrió del todo cuando una de las mujeres que preparaban el paso —ese día preparaban un paso, y era el de la virgen de sus devociones— le dijo anda, niño, acércame ese paño y coge unos alfileres de esa cestilla…

Pero él no viene a copiar, viene a aprender. Si en el pueblo sus ojos se atreven con un manto, una saya, unos angelotes, unos candelabros o una innovación en el palio, en Sevilla viene a lo que viene, como quien deja los ojos en una escuela de abierto aprendizaje. En la capital no se atreve a decir nada, ni a preguntarse por qué han cambiado tal detalle; en la capital, todo lo que hace es aprender, y aprende para llevarse a su íntimo universo devoto cuanto de bueno ve o cuanto cree que encaja. Hace bien. Después alguien a lo mejor le dice que esas manos así las vio en Sevilla un Domingo de Ramos, o esas velas, un miércoles, o ese rostrillo, un jueves. No negará que lo aprendió de Sevilla, a ver de dónde, si no, ¿o acaso el muchacho se va a ir a copiar a la Semana Santa de la vieja Castilla? Luces hermanas, bordados parecidos, pasos tan ricamente hermoseados, cuadrillas de costaleros de niveles parecidos, escenario de calles estrechas y en la misma fecha, imagineros que pueden ser los mismos, a veces. Hace bien. Pero él no viene a robar, viene a aprender, como los de la ciudad fueron a aprender a su pueblo, a aprender cómo encender un fuego en el campo, qué avíos hay que llevar para un domingo de paella en los pinares o con qué ropa hay que salir a buscar espárragos, con qué manos coger tagarninas o higos chumbos o a qué hora comer la fruta del árbol. A aprender. Él lleva toda la vida viniendo a aprender. Su mirada es un museo de detalles, y más tarde verán los de su pueblo cómo luce en una Dolorosa, un Cristo, una candelería, un manto, un palio o un calvario. Y al final, las manos, aquí y allí, pondrán la diferencia, el estilo. El sello.

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