Nombres en agosto

Realidad y designación nominal interactúan, que ni huevo ni gallina tienen preferencia

Edificio de la Consejería de Vivienda y Ordenación del Territorio RAÚL DOBLADO
Manuel Ángel Martín

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«¿Qué hay en un nombre?», pregunta que pone el de Stratford en boca de Julieta y que provoca un torrente de reflexiones sobre el esencialismo y el nominalismo, sobre si un nombre contamina el objeto que designa e identifica, y finalmente sobre si los nombres no confunden más que aclaran. Yo en agosto tengo un perro que se llama Cohen y un nieto reciente que se reconoce como Yago, nombres que nada dicen de los sujetos (un gracioso Jack Russell terrier y un entrañable humano) y mucho de los dueños y padres que los han nombrado. Zanjemos aquí la perorata con la perogrullada de que realidad y designación nominal interactúan, que ni huevo ni gallina tienen preferencia y que lo social tiene mucho que ver con el binomio significante/significado: para una Merkel alemana «inflación» es el apocalipsis y para un Sánchez español «déficit» es el estado del bienestar. Abundo en la idea de la utilidad confundidora de toda información incluidos los nombres, sobre la que Umberto Eco disertó en su regular novela «Número Cero» (la releo), y algo debía saber sobre «fake news» y «pseudo acontecimientos» precisamente el que triunfó en el nombre de la rosa. Pero lo mío es de vuelo corto y bajo. En este agosto me detengo en el caos de denominaciones de organismos burocráticos y luego en esa lamentable devaluación con simonía de títulos presuntamente universitarios. El menú de rótulos orgánicos se moderniza y amplia. Tómese «empleo, justicia, comercio, memoria democrática, desarrollo rural, educación, medio ambiente, igualdad, pesca, políticas sociales, universidad, hacienda, ordenación del territorio, salud, economía, investigación, fomento, presidencia, turismo, conocimiento, agricultura, vivienda, administración local, cultura, empresa, deporte». Hágase grupos, combinaciones de dos en dos o incluso de tres en tres, con cierto tino y mucha arbitrariedad, transgrediendo los criterios de organicidad, funcionalidad y economicidad, y se tendrán los nombres cambiantes de las consejerías de la Junta, que sí atienden a otros ¿ignotos? criterios. También ocurre con los ministerios de Sánchez, con los que no es fácil encontrar equivalencias a niveles parecidos, ni tampoco con otras comunidades autónomas. El consuelo de tontos es que hay tan sólo dos o tres ministerios y consejerías importantes, y el resto es puro follaje que se puede podar.

El furor reformador, las ansias innovadoras y la titulitis curricular han deteriorado la calidad de la oferta y exacerbado la demanda de titulaciones, provocando una consiguiente devaluación, consecuencia del desprestigio y de su inflación. Nombres no faltan: licenciaturas, grados simples y dobles, «másteres» de todo tipo, doctorados, diplomas, certificados, de los que se ignora su calidad, su nivel, su dificultad, la credibilidad técnica de quienes los conceden. Eso sí, imitan formas y protocolos, apariencias y marketing, ceremonias y nombres. Pero, ¿qué hay en un nombre?

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