La luz del mundo

Quiero escribir sobre el pequeño Fernando, porque habita entre nosotros

El embarazo es una etapa que marca mucho la vida de una mujer. ABC
Fernando Iwasaki

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Desde la niebla del alzheimer mi madre recitaba con inseguridad los nombres de sus siete hijos. A veces había que ayudarla con la primera sílaba, tal como tenía que soplarle la primera palabra de cada verso de los poemas de Rubén Darío que me enseñaba de niño. Sin embargo, cuando le preguntaba cuántos hijos tenía ella exclamaba rotunda que diez, porque en algún lugar de su corazón —que no de su memoria— mamá recordaría que perdió una niña y también unos mellizos. Los hermanos vivos y lúcidos los hemos olvidado, pero para mi madre todos poblamos ahora la misma niebla. Con su voz recito «Vietnam» de Wislava Szymborska:

Mujer, ¿cómo te llamas? —No sé.

¿Cuándo naciste, de dónde eres? —No sé.

¿Por qué cavaste esta madriguera? —No sé.

¿Desde cuándo te escondes? —No sé.

¿Por qué me mordiste el dedo cordial? —No sé.

¿Sabes que no te vamos a hacer nada? —No sé.

¿A favor de quién estás? —No sé.

Estamos en guerra, tienes que elegir. —No sé.

¿Existe todavía tu aldea? —No sé.

¿Éstos son tus hijos? —Sí.

Mis compañeros de Loyola Andalucía son tan jóvenes que rompen padres a pájaros, aunque todavía los confunda con mis alumnos. Y como sus niños podrían ser mis nietos, muchas veces siento que mi universidad es como una familia numerosa de las antiguas. Y tal como la alegría íntima propicia la felicidad general, así también el dolor que traspasa a algunos nos hace llorar a todos. Por eso quiero escribir sobre el pequeño Fernando, porque habita entre nosotros a pesar de no haber poblado este mundo.

A veces pienso que nombrar cuanto nos rodea puede ser tan bienhechor como explicar lo que nos rodea, sobre todo cuando no hablamos de algo sólido, tangible, material. Del amor hablaré luego, ya que además existen los sueños, los ideales, las utopías y los proyectos. No siempre se materializan, pero nos prodigamos en ellos con fervor, ilusión y generosidad. Tal vez hasta les entreguemos más pasión que la que invertimos en lo que concretamos y —quién sabe— quizá nos brinden más satisfacciones que los resultados tangibles. ¿Cuál es el nombre de esa generosidad infinita? Me gustaría que llevara el nombre de aquel inmenso amor que Paula y José Antonio crearon entre los dos y que existe aunque no esté aquí, porque sólo un amor infinito es capaz de transformarse en eternidad. La eternidad dormida del pequeño Fernando, que todos en Loyola Andalucía velamos junto a sus padres.

Cuando la poeta Blanca Varela perdió a su hijo Lorenzo escribió: así este amor / uno solo y el mismo / con tantos nombres / que a ninguno responde / y tú mirándome / como si no me conocieras / marchándote / como se va la luz del mundo. Blanca se difuminó en el alzheimer igual que mi madre, pero la luz de su mundo también se abrió paso a través de la niebla y la guió hasta el final. La luz tampoco es material. Desde la dolorosa oscuridad que envuelve a Paula y José Antonio, la luz del mundo de Fernando —de su amor infinito— nos ilumina a todos.

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