CARDO MÁXIMO

Ilusión

El exceso de alertas nos crea anticuerpos que combaten precisamente la prudencia que dictaría la sensatez

Uno de los coches atrapados por el temporal de la AP-6 JAIME GIL
Javier Rubio

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La ilusión de la que vamos a hablar es, en realidad, una apariencia, una quimera que persigue el hombre y que nunca alcanza. Es la ilusión, por fantástica, de controlar los fenómenos meteorológicos gracias a la técnica y a la ciencia. Esa ensoñación se ha visto reverdecida estos días con la polémica sobre el corte de la autopista AP-6 por la nevada que sorprendió primero y luego atrapó a cientos de automovilistas.

A estas alturas, uno no acierta a ver con claridad quién es el responsable de ese episodio que se repite con renovada insistencia cada vez que nieva más de la cuenta. España es el país donde a los políticos les resulta más fácil escurrir responsabilidades por la sencilla razón de que no están claramente delimitadas las competencias de cada autoridad y siempre se puede descargar la culpa en otra instancia hasta que al contribuyente se le borran las ganas de seguir tirando del hilo de las decisiones erróneas o malintencionadas. En último extremo, es más fácil atribuirle la culpa al empedrado, ya sea la imprevisión de los conductores, la codicia de la concesionaria de la autopista o la copiosidad de la nevada. Y se esgrime precisamente la sobreinformación para reforzar la tesis de la negligencia ya sea del conductor arriesgado, de la empresa adjudicataria o de la Administración competente.

Pero es justamente esta sobrecarga informativa la que nos hace inmunes a los avisos. Antes, cuando no existía tal sobreabundancia informativa —con partes meteorológicos que duran quince y veinte minutos en televisión— el primer aviso lo dictaba el sentido común. ¿Quién de nuestros padres o abuelos se hubiera puesto en camino amenazando un temporal como el que ha azotado la Península desde el día de Reyes? Es el exceso de alertas, la proliferación de advertencias y las continuas apelaciones los que nos crean anticuerpos que combaten precisamente la prudencia que dictaría la sensatez. Nos hacemos la ilusión de que lo sabemos todo, de que podemos prever con exactitud la intensidad y la duración de los fenómenos meteorológicos adversos y obramos en consecuencia. Esa ilusión de dominio nos deja fuera de juego en cuanto algo se escapa a nuestro parcial e imperfecto conocimiento que nosotros damos por exhaustivo.

Lo sucedido con las cabalgatas, su adelanto en función de una previsión meteorológica que conforme se iba actualizando dejaba al descubierto como exagerada tanta prevención, es la consecuencia a la que nos conduce esa sobreexposición permanente a los mapas de isobaras. Se trata de las dos caras de la misma moneda: en un caso, nos pasamos de precavidos y en otro, nos pasamos de listos. Nuestros padres, con su desconocimiento de las presión atmosférica, difícilmente hubieran caído en el error víctima de sus propias ilusiones.

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