PÁSALO

Cosas de alférez

Hoy es día grande aquí y en todos los lugares de España donde la madre del Todopoderoso tiene altar, fe y rogativas

Vistas del río Guadalquivir RAFAEL CARMONA
Felix Machuca

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Hoy, el gran río calmoso del verano, lo salva un puente de nardos que se cimenta en una orilla del cielo sevillano buscando, entre las aguas agitadas de la desembocadura, el otro sustento, en la Sanlúcar de Barrameda de los viejos galeones indianos. Hoy es quince de agosto. El verano se parte en dos como un helado de fresa y nata, con dos paladares distinto para la memoria: los recuerdos y lo que queda por vivir. Es la bisectriz del ángulo perfecto que forma el sol cayendo a plomo candente sobre el plano de una tierra abrasadora, apta para sembrar algodón a golpe de blues y para recoger pámpanos de uvas latinas en las viñas sanluqueñas. Hoy es un día grande aquí y en Sanlúcar y en todos los lugares de España donde la madre del Todopoderoso tiene altar, fe y rogativas. Hoy es el día de la Virgen. Aquí la que reina sobre todos los Reyes del mundo. Allá abajo, donde el Atlántico y el Guadalquivir confunden a los albures y a las mojarras en una oda marítima escrita en cananeo, latín y árabe, manda la Caridad. De cuya diminuta imagen, dos cuartas de altura, se cumplen ahora justo más de cuatrocientos años.

En tan leve estatura cabe, en cambio, una de las virtudes más altas de la identidad de los católicos, esa Caridad con la que uno se acerca al olvidado, al desterrado, al humillado y al desamparado. Tiene Caridad del Guadalquivir, lo bordaste Paco Lola para vaciarte como una marea de Santiago, la milagrosa fuerza de que la sal fertilice las calles de tu procesión, en una algarabía de simetrías y colores, justo ahora cuando los compromisos con los asuntos de la fe tienen las piernas cortas y flojas. Sanlúcar amanece hoy como un vergel, como un cuadro de los jardines que pintaba Sorolla en el Alcázar, como aquel verso de Romero Murube que reclamaba a los amantes que se llegaran a Sintra, donde en su jardín y en las camelias vio el poeta su alma. Y esa maravilla se hace desde la liturgia personal de la memoria del tiempo por los que viven una madrugada plantando simientes que florecerán con el alba. Nardos, rosas, claveles y aire templado por los misterios de la fe que convierten la infertilidad del adoquín en un jardín de Babilonia. Obra de sanluqueños. Obra en honor de Caridad. La otra parte de ese puente de nardos que hoy se abre entre Sanlúcar y Sevilla.

¿Saben ustedes una cosa? A Caridad la jechumbraron en Triana, en lo que hoy es la calle Fortaleza. Hace más de cuatrocientos años. Un alférez de la flota imperial, malagueño con destino en Cartagena de Indias, donde la guayaba y el marañón dualizan los sabores dulces y agrios de la vida. Se llamaba nuestro alférez Pedro Rivera Sarmiento, un respeto porque fue elegido para lo más grande. No para batirse contra el almirante Vernon o contra el pirata Drake defendiendo la bella plaza de la Cartagena colonial. El alférez Rivera Sarmiento fue elegido por la mano firme de su destino para encargar, comprar la Caridad y llevarla con él hasta Tierra Firme, en el galeón que le tocara. Esperando en Sanlucar el día de su marcha, entró en pendencias de estoques y espadas con otros dos guapos de su vecindad. Un trasunto casi de novela de Alatriste de Pérez Reverte. Le dieron una estocada certera en el cráneo que le sacó el ojo. Y se encomendó para corregir su maltratado estado a aquella pequeña tallita trianera que guardaba en una hornacina en su albergue. Sanó rápidamente. Y Caridad, sintiéndose en su tierra, comenzó a firmar prodigios como el del aceite que manaba sin cesar de su lamparilla. Un aceite que sacaba milagrosamente de los catres de las postrimerías a los enfermos y tullidos. Nunca fue Caridad a Cartagena de Indias. Se quedó sin saber cómo hule la guayaba en primavera. Pero disfruta de los nardos en verano que es perfume celestial de la baja Andalucía. Un alférez la llevó. Y otro alférez la pregonó hace unos días. Más de cuatrocientos años de nardos y nácar en Sanlúcar para ir de Rivera Sarmiento al pregón sólido y comprometido de un tal Joaquín Moeckel. El destino siempre juega con nosotros.

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