LA FERIA DE LAS VANIDADES

Bilbao

Para derribar los muros que algunos se empeñan en levantar, nada mejor que conocernos por dentro, o sea, en los bares por los que corren el vino y la alegría

Imagen del Guggenheim de Bilbao DESAN BERNARDO
Francisco Robles

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Las risas, la amistad y el txakolí. La tarde se demora en el ocre pastoso de la ría, linaza más que agua. Los puentes atirantan la luz melosa que endulza las aristas de los edificios. Una mesa de madera y cuatro taburetes. Al cronista le preguntan si le gustan las anchoas. Con pan, responde. Alineadas. Brillantes como el Guggenheim bajo el tejón metálico del mediodía. Salazón que nos lleva a Roma, aceite que acerca la Bética hasta Bilbao.

Al final, y también al principio, las ciudades están guardadas en el corazón de las gentes que las habitan, que las amasan, que las cuecen como el pan milenario que las sustenta. Mujeres vascas de puertas abiertas y de sonrisa franca. Buscamos paralelismos entre el norte y el sur. Y los encontramos a manojitos. Empezando por esos topónimos vascos que terminan en -ena y que llegan hasta la mismísima Macarena, y siguiendo por el txistu que suena a misterio y a Rocío cuando sopla el solano de las marismas que alisa las arenas.

Los que llevamos en la sangre una ciudad femenina que nos enamora, buscamos el contraste en el recibo entramado masculino que conforman ciudades como Bilbao. Pinchos en los mostradores invitando a la gula que empieza, como todo lo bueno de la vida, por la mirada. Íñigo siempre presto tras la barra, con la edad del Cristo en su juventud y la disposición absoluta a la hora de servir lo que nadie le pide: una tostada con aceite y jamón.

Para derribar los muros que algunos se empeñan en levantar, nada mejor que conocernos por dentro, o sea, en los bares por los que corren el vino y la alegría. Esa mezcla es el conjuro infalible, el antídoto perfecto para disolver las alambradas del rencor, y desmoronar el hormigón de la intolerancia. Ir y venir, salir y entrar, viajar y recibir. Así se hizo grande el planeta, así se ensanchó el mundo que dejó de estrecharse en los límites asfixiantes de la aldea. Pero esto hay que hacerlo de forma real. Lo virtual no vale. Hay que conocerse y reconocerse. Hay que escribir un artículo sobre Bilbao en el barrio de Abando, sentado en un velador, con el sol de julio como un César que derrota a las legiones de la grisalla, a las nubes que ayer rozaron los espejos curvos y metálicos de ese museo que sirvió para resucitar a la ciudad. Y luego todavía hay gente que dice que el Arte es inútil…

El verde se asoma a los pretiles del monte. Como se asoman a la memoria adolescente los versos de Gabriel Aresti cuando pasamos por su calle. Siempre defenderé la casa de mi padre… Cambien la casa por el nombre del periódico y todo está recién escrito. Se asoman los endecasílabos tallados en piedra que unen el norte y el sur en El Cristo de Velázquez que escribió Unamuno. Y las páginas de Baroja que pasan como la vida, esa forma de lucha contra la muerte que don Pío diseccionaba a cuchillo.

Las risas de Marga, de Arantza y de Lola, el color pálido y luminoso del txakolí, esa extraña felicidad que es fugaz y barojiana como la vida misma… Al fondo, anocheciendo sobre las aguas del río con nombre de barrio cercano, ese flechazo seco al que llaman Bilbao.

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