El aliento cereal

El campo se te abría como el mejor libro, y en ese campo-libro leías oyendo

El campo es siempre caldo de sabiduría MANUEL MIRÓ
Antonio García Barbeito

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La primera riqueza oral —vivo lexicón sin definiciones— te llegó del campo, en el campo. Y te llegó, sobre todo, por estas fechas, cuando el circo cereal de la era, aquella tonsura entre las hazas, pedía trillos y bieldos, coplas de trilla y faena dura y preciosa sobre la tierra. Manijas, zahones de tela de costal, hoces, sombrero, pañuelo en la cabeza, para el sudor, que dejaba pasar el aire. Allí, en la era y sus alrededores empezaron a sonarte palabras impagables, el más rico léxico que hasta ahora has conocido. Hacina, garbera, haz, vencejo, rastrojo…

Palabras sin definición, pero que al aplicarlas sobre «la cosa misma», las entendías casi todas, todas: «No te subas al balaguero de paja…» Balaguero, de bálago, paja trillada. Te despertó una curiosidad sin límites cuando oíste el verbo ahechar: «Vamos, que hay que “ajechar” todo eso…» Aquellos hombres, que a lo mejor sabían poco más que firmar y ajustar una cuenta sencilla, tenían en la orilla de la boca un lenguaje riquísimo, sonoro y, lo supiste después, profundo de etimología. Hechos a pronunciarlo un año y otro, cuando el tiempo de la era llegaba a las tierras de raspa, un vuelo de verbos, adjetivos y sustantivos llenaba el aire de la mañana y de la tarde. Había que extender las gavillas, y que las bestias trotaran para asentarlas, y después, el trillo, y cuando el trillo había cortado lo bastante con sus discos dentados, en vueltas en espiral, había que volver la parva. Y más trillo. Y cuando de poniente viniera la marea —qué alivio para el trabajo, aquella marea—, a aventar. Preciosa imagen, la de la marea llevándose la paja y dejando caer el grano. Bieldos arañando el aire; cribas ahechando el trigo y apartando las granzas; escoba de retama o de tamujo; asnilla para amontonar paja; bieldas con seis o siete dientes; palas de madera para el grano; costales… Más tarde, a la era llegaba el maíz y traía su propio léxico: camisas, mazorcas, machos, pincho, calabozo, descamisar, desgranar, tarja… El campo, todo el campo, se te abría como el mejor libro —libro intonso, sí, pero con toda la riqueza dentro—, y en ese campo-libro leías oyendo, aprendías por las muestras del aire, y, con un ritmo eufónico, iba quedándosete dentro, asentado, cierto, hermoso, hermosísimo. Tu padre, tus tíos, los hombres que se acercaban al sombrajo a echar un cigarrillo o al pozo, a llenar un perrengue de agua dulce y fresca, iban dejándote, sin saberlo, escribiéndote con la voz, la más rica palabra. Lo recuerdas —y lo agradeces— ahora, cuando por las tierras de raspa el viento pasa y deja por el campo un inequívoco y caliente aliento cereal…

antoniogbarbeito@gmail.com

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