OPINIÓN

Que gane la mejor

En un mundo cada vez más complejo y desigual, ¿podemos realmente afirmar que el esfuerzo y el talento son suficientes para alcanzar nuestras metas?

Recuerdo aquellos días de niña en los que, en el patio del colegio, jugábamos al pañuelito, carreras de velocidad o al escondite. Competiciones improvisadas que se limitaban a sacar lo mejor de nosotras mismas en algo tan trivial en aquel entonces como era un juego ... infantil. Sin embargo, la consigna de que ganase la mejor, convencidas de que el esfuerzo y la habilidad serían recompensados con la victoria, era la esencia de la meritocracia en su forma más pura y simple. ¡Que inocentes!

Hoy, décadas después, me pregunto si aquella creencia en el mérito como único criterio de éxito no era más que una ilusión infantil. En un mundo cada vez más complejo y desigual, ¿podemos realmente afirmar que el esfuerzo y el talento son suficientes para alcanzar nuestras metas?

La meritocracia, ese principio según el cual las posiciones sociales deben asignarse en función de los méritos individuales, ha sido durante mucho tiempo un pilar de nuestra sociedad democrática. Se nos ha dicho que, si nos esforzamos lo suficiente, si cultivamos nuestras habilidades y talentos, podremos llegar tan lejos como queramos. Que el éxito está al alcance de todos, sin importar nuestro origen o circunstancias.

Pero la realidad es mucho más compleja. Numerosos estudios han demostrado que las desigualdades socioeconómicas tienen un impacto determinante en las oportunidades educativas y laborales de las personas. Un niño nacido en una familia acomodada tendrá acceso a mejores escuelas, recursos educativos y redes de contactos que alguien proveniente de un entorno desfavorecido. Estas ventajas iniciales se traducen en mayores probabilidades de éxito académico y profesional.

Además, la meritocracia tiene un lado oscuro. Al atribuir el éxito únicamente al mérito individual, se corre el riesgo de estigmatizar a aquellos que no lo alcanzan. Si no has triunfado, es porque no te has esforzado lo suficiente, porque no eres lo bastante talentoso o inteligente. Esta narrativa ignora las barreras estructurales y las desigualdades sistémicas que condicionan las trayectorias vitales de millones de personas.

Pero quizás el mayor peligro de la meritocracia sea su capacidad para legitimar y perpetuar las desigualdades existentes. Si creemos que el éxito es solo fruto del mérito, ¿para qué preocuparnos por reducir las brechas sociales? Aquellos que han llegado a la cima pueden atribuir su posición únicamente a sus propios logros, ignorando los privilegios y ventajas de los que han disfrutado. Mientras tanto, los que se quedan atrás cargan con el estigma del fracaso personal.

No se trata de negar el valor del esfuerzo y el talento individual. Pero es necesario reconocer que la meritocracia, tal y como la entendemos hoy, tiene sus límites. Una sociedad justa no puede basarse únicamente en la competencia y el logro personal, sino que debe garantizar unas condiciones de partida equitativas para todos.

Esto implica invertir en educación pública de calidad, luchar contra la segregación escolar, promover políticas de redistribución y ofrecer oportunidades de formación y empleo dignas para todos. Solo así podremos construir una sociedad donde el mérito individual pueda florecer sin verse ensombrecido por las desigualdades estructurales.

Quizás sea hora de repensar aquel ingenuo lema de nuestra infancia. En lugar de «que gane el mejor», tal vez deberíamos aspirar a un mundo donde todos tengamos la oportunidad real de desarrollar nuestro potencial. Donde el éxito no sea solo cuestión de méritos, sino también de justicia y equidad. Solo entonces podremos decir que, verdaderamente, ganamos todos.

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