OPINIÓN

Afirmaciones simplistas

La firma de un tratado de paz o la victoria contundente de uno u otro bando no acaba con las consecuencias del conflicto

Mariama Amarzaguio

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Todo lo que comienza, termina. Todo lo que tiene un principio, cuenta con un final. O casi todo, por regla general. Porque últimamente tengo la sensación de que hay situaciones que no parecen tener fin. Dos años hace que comenzó la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Más de 730 días en los que ninguno de los dos bandos, a estas alturas, tiene visos de ser el vencedor, si es que en un enfrentamiento armado alguien gana. El tiempo ha pasado de largo por encima de éxodos, reclutamientos forzosos, trincheras y tanques, casas derruidas y de una población cansada de luchar sin haberlo pretendido.

Pero esta es solo una de las tantas ofensivas que soporta nuestro planeta. El Viejo Continente, además de la guerra en Ucrania, que dicho sea de paso ha quedado eclipsada en los medios por otras atrocidades, cuenta con otro triste punto de tensión como es el conflicto en Nagorno-Karabaj, que ha conllevado, además de fallecidos, a un éxodo masivo de armenios por temor de una posible limpieza étnica si Azerbaiyán retoma el control de la región.

A nivel mundial, la cantidad de conflictos activos es considerablemente mayor. Según el Council on Foreign Relations, hay múltiples guerras entre Estados, guerras civiles con facciones apoyadas por diferentes Gobiernos y otros tipos de enfrentamientos violentos. Déjenme que se los mencione. Entre los más destacados se incluye sin duda alguna las guerras entre Israel y Gaza, el enfrentamiento civil en Siria, Yemen y en Etiopía, aunque este último ha disminuido en intensidad tras un acuerdo de cese de hostilidades.

En cuestión de muertes, porque llamarlo bajas es un eufemismo, las cifras son escalofriantes. El número de pérdidas relacionadas con los combates ha aumentado en un 97% solo en 2022, con un incremento de más del 400% desde el inicio de la década de 2000. Qué rápido se escribe y cuanta tragedia hay tras estos números.

Por eso, aunque una guerra toque a su fin, nada termina. No al menos para la generación que le ha tocado vivir este tipo de situaciones, ni las venideras. En el ideario de todos está la buena voluntad de perdonar, de pasar página, de la necesidad de hacer borrón y cuenta nueva. Pero amigas, amigos ¿realmente ese reseteo mental es posible? Se podrá perdonar, pero no olvidar. Y cuando no hay olvido, no hay final.

Porque aunque las armas se silencien, la guerra nunca termina realmente. Sus ecos resuenan en las generaciones que la han sufrido y en aquellas que heredan un mundo marcado por sus cicatrices. La verdadera victoria no reside en la conquista de territorios, sino en la construcción de una paz duradera que permita a las sociedades sanar y prosperar. Hasta que no se logre este objetivo, el final de la guerra será siempre una ilusión efímera.

La aparente imposibilidad de ponerles un punto final definitivo, ni siquiera cuando llegan a su fin sobre el papel, enlaza con el comienzo de esta columna. ¿Todo lo que comienza, termina? En conclusión, esta máxima peca de simplista. La realidad es mucho más compleja, y hay fuerzas, tanto sociales como psicológicas e históricas, que hacen que muchas situaciones inicien pero luego se extiendan indefinidamente, sin un final claro. Confundir el fin formal con un verdadero cierre es un error en el que no deberíamos caer. Como decía Gandhi, «la muerte no extingue el fuego, solo apaga la lámpara porque ha llegado el amanecer». Del mismo modo, la firma de un tratado de paz o la victoria contundente de uno u otro bando no acaba con las consecuencias del conflicto. Estas permanecen, a veces durante generaciones, recordándonos que el punto y final es un camino largo que debemos recorrer cada día.

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