HOJA ROJA

Jugando con calamares

El problema es que, como sociedad, tampoco tenemos un desarrollo crítico suficiente que nos permita separar la realidad de la ficción

Yolanda Vallejo

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El cuento empieza así. Un grupo de maestros –y maestras, claro– se alegraba de ver el patio del colegio convertido en la plaza del pueblo de hace setenta años. El objetivo, pensaban ufanos –y ufanas– se estaba logrando. Tantos planes de coeducación, tanto pan y ... fruta en el desayuno, tanto camino seguro para llegar a la escuela estaban dando como resultado que los pequeños –y las pequeñas- estuvieran recuperando los juegos catalogados como tradicionales por la nueva sensibilidad. Si habían eliminado los plásticos y la bollería industrial, si se habían terminado los juegos segregados por sexo –o género o como sea–, no sería tan difícil volver al pizarrín e incluso a hacer fuego con dos palos a poco que se lo propusiera el Consejo Escolar. Todo en nombre del progreso, o de un determinado tipo de progreso, como un ejercicio catequético –uy, no, esa palabra no se puede usar– para que los niños, y las niñas, –y les niñes–, vivan en los mundos de Yupy, creciendo en un entorno tan idílico como ficticio. ¡Qué guay es todo! El alumnado –así queda mejor– jugando a las canicas en el recreo o al pollito inglés, ¡Ay, qué maravilla! Sin mover los pies, cuando yo diga tres…

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