HOJA ROJA

A la hoguera

Esto de asistir en directo a lo que ya habíamos estudiado en los libros de historia es como ir al cine a ver la película del último libro que hemos leído

Yolanda Vallejo

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Esto de asistir en directo a lo que ya habíamos estudiado en los libros de historia es como ir al cine a ver la película del último libro que hemos leído. Conocemos el argumento, nos sabemos el final y prácticamente reconocemos los paisajes, los diálogos y a los personajes, pero siempre hay algún detalle que nos sorprende; la luz, la música o la propia interpretación del director, que consigue a veces distorsionar la versión que teníamos de la historia. Esto de asistir en directo a lo que ya habíamos estudiado en los libros de historia, tiene, sobre todo, un punto de masoquismo intelectual. Sabemos lo que va a pasar, pero no hacemos nada por evitarlo.

Y a usted le pasa como a mí, aunque no lo reconozca. Y se acuerda, igual que yo de los versos de Niemöller, aquello de «cuando vinieron a por los judíos, no pronuncié palabra porque yo no era judío». Terrible, espeluznante y cierto. Por este mismo camino hemos pasado muchas veces, y aunque dejamos miguitas para señalar la senda, siempre hubo quien se encargó de quitarlas. Si no, no tiene sentido que nos esté volviendo a pasar. Que siempre nos vuelva a pasar. Solo hay que mirar atrás, aunque siempre nos lo prohíben –ya sabe lo de la mujer de Lot– y ver la cronología; la crisis económica del veintinueve trajo como consecuencia el auge de los totalitarismos y la xenofobia mundial que acabó como acabó. No estoy diciendo con esto –no me he vuelto tan alarmista de repente– que la situación actual tenga que desembocar obligatoriamente en un conflicto bélico como aquel, pero sí estoy intentando buscar algún tipo de lógica a las coordenadas por las que nos movemos a día de hoy.

Porque si hasta ahora todo habían sido conatos –Marie Le Pen en Francia, Norbert Hofer en Austria, o el esperpento de Janusz Korwin –Mikke en Polonia–, más o menos sofocados por el sentido común, lo de ahora es un paso más hacia esa fractura europea que muchos parecen estar deseando. Matteo Salvini, el ministro de Interior italiano que no pasará a las historia por su oratoria, precisamente, es un clarísimo ejemplo de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Sus incendiarias declaraciones sobre los inmigrantes, sobre los gitanos –lo del censo para ‘protegerlos’ no es nuevo, tampoco– o sobre las vacunaciones, tienen mucho más peligro del que aparentan. Tal vez porque la mecha que prende la hoguera de las vanidades siempre se alimenta de la radicalización de los más débiles, de la gente con más riesgo de exclusión, de la ignorancia y de la mentira.

Si a Donald Trump, el de las jaulas familiares, lo votaron los norteamericanos, no hay que olvidar que a Adolf Hitler lo votaron –y de qué manera- los alemanes, y curiosamente, ambos mantenían un discurso muy parecido. Muy parecido al de los gobiernos de Polonia, de Eslovaquia y de la República Checa –que tienen demasiada poca memoria, por cierto.

Porque más allá del drama mediterráneo de la inmigración, más allá del nuevo Exodus, más allá de los campos de refugiados, de los centros de internamiento, más allá de los intentos diplomáticos por revertir una situación que está irremediablemente abocada a la ruptura del bienestar social europeo, conviene echar un vistazo a lo que ocurre a nuestro alrededor, a esos gestos quizá no tan mediáticos, pero que envían señales muchas veces más esclarecedoras de lo que parece.

La Alemania nazi utilizó el sistema nacional de bibliotecas públicas para localizar judíos entre los registros de préstamo. La lista interminable de libros prohibidos por el partido daba una información privilegiada sobre los lectores que habían retirado de las bibliotecas alguno de los títulos de Mann, de Freud, de Heine o de Wells. Libros que, además, serían no solo retirados, sino quemados públicamente el 10 de mayo de 1933 por orden de Goebbels que obligó a los bibliotecarios a seleccionar los textos y a participar de manera activa en la incineración. Una barbaridad, dirá usted.

Una barbaridad que ya se está produciendo, no muy lejos de aquí. La asociación italiana –¿Italia, otra vez?– ‘Sentinelle in piedi’ –que traducido es algo así como Centinelas en pie- ha convertido en cruzada la defensa de lo que consideran valores tradicionales, ocupando plazas y calles leyendo –o no– libros de pie. No estaría de más que alguien les dijera a estos vigilantes de la moral que en las bibliotecas públicas se puede leer de una manera más cómoda, y sobre todo, se puede acceder a la cultura a través de cualquier libro. Porque, de momento, lo que han conseguido es el cese de Fabiola Bernardini, la directora de la biblioteca municipal de Todi, que se negó a la petición del concejal de cultura de elaborar una lista de libros para niños sobre el tema de la homosexualidad y transexualidad, cuyo objetivo era retirarlos de la propia biblioteca «para que no hicieran daño moral». Y todo porque un ‘sentinelle’ había visto el cuento ‘Tres con Tango’ –basado en la historia real de dos pingüinos machos que cuidan a su cría- en los estantes de la sala infantil.

No es para tomarlo a broma. Tenemos una obligación, moral, social y, si me apura, histórica. Recuerde a Niemöller –al que todavía se puede leer en las bibliotecas– «Cuando finalmente vinieron a por mí, no había nadie más que pudiera protestar».

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