HOJA ROJA

Comentario de texto

Una cosa son los discursos triunfalistas, que siempre son opinables, y otra muy distinta los datos

Yolanda Vallejo

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Una, que a estas alturas, ha leído más de lo que sería aconsejable para una sola vida –y no me vanaglorio de ello, no se confunda–, empieza a tener ciertas manías un tanto quijotescas. Y no es que vea gigantes en los barriles de vino, ni ejércitos en las ovejas, sino que tengo, cada vez con más frecuencia, la sensación de ver y de vivir cosas que ya he leído en alguna parte. No es una sensación cómoda, no se crea, porque anda una todo el rato intentando separar la realidad de la ficción, como si fuera fácil. «Todo está en los libros» cantaba Aute –bueno, lo cantaban Vainica Doble, pero ya que estoy en modo cultureta, no voy a estropearlo delatando mi afición a la televisión histórica–, y es cierto; todo está en los libros. Siempre hubo alguien que lo ideó antes de que ocurriera; se le llamaba distopía ¿se acuerda?

El término distopía, acuñado por John Stuart Mill a finales del siglo XIX –sigo en modo cultureta, puede criticarme cuanto quiera– definía a la representación imaginaria de una sociedad futura con características negativas, causante de alienación moral; que traducido resulta, poner el dedo en la llaga por la que supuran las heridas sociales provocando algo más que escozor. Ahí están ‘1984’, ‘Rebelión en la granja’ o ‘Fahrenheit 451’ como paradigmas literarios de un futuro que ya casi es pasado. Las distopías fueron concebidas para proporcionar nuevas perspectivas sobre determinadas prácticas sociales y políticas y tenían como finalidad última la de agitar las conciencias. Mucho más cercanas en el tiempo y en el espacio ‘El cuento de la criada’ –terriblemente realista-; ‘Ensayo sobre la ceguera’ –magistralmente humana- y ‘Los juegos del hambre’, en las que todos hemos identificado demasiadas situaciones cotidianas. La ficción, decían, supera a la realidad. Y de qué manera.

Si a usted le llegan a decir hace 15 días que antes de que acabara la primavera –distópico el tiempo meteorológico, por cierto– iba a ver dos presidentes del Gobierno y dos seleccionadores nacionales de fútbol; que vería al yerno más deseable del reino dormir entre rejas, que un barco llamado ‘Aquarius’ estaría paseando la vergüenza de ser europeos por el Mediterráneo –¡Ay, los romanos y su Mare Nostrum!- mientras vuelve a hablarse del «eje Roma-Berlín-Austria»– y que el modernísimo ministro de Cultura y Deporte iba a durar menos que una bombona de butano, creería usted que estaba en uno de los doce distritos de Panem. Pero no. Sigue estando aquí y la máquina del tiempo no se ha movido todavía. Ni siquiera nos ha dado tiempo a cambiar los armarios distópicos de Narnia, cuando ya hemos pasado de temporada.

Demasiadas transformaciones, demasiadas nominaciones, demasiados acelerones para un país que aún no ha digerido el desayuno cuando ya le están poniendo el almuerzo por delante. Somos un país avanzado por la mañana, –aunque aún guardemos nuestros complejos bajo la boina– y un país carpetovetónico conforme avanza la noche. Los Elois y los Morlocks de H.G. Wells; insisto en que todo está escrito.

Por eso hoy no le hablaré de la carta-pasodoble del alcalde celebrando su tercer año triunfal. Porque, aunque me gusta cómo escribe –y eso que todo había sido escrito antes– me recuerda muchísimo al «desfile de los tributos», a esa carrera gloriosa en carros tirados por caballos blancos, en la que se van mostrando al pueblo los logros conseguidos desde la última edición de los Juegos del Hambre: «Y llegamos al aniversario con unos presupuestos recién aprobados, con una apuesta clara y decidida por las energías renovables: Cádiz por fin tiene dos plantas fotovoltaicas», señoras y señores, vecinas y vecinos, «Y llegamos con las obras comenzadas del Centro de Baja Exigencias, para crear una ciudad más inclusiva, más de todas y todos y no sólo de unos pocos. Y llegamos con unos colegios públicos que toman aire, levantan la cabeza y le plantan cara a cualquier otro sistema menos justo y menos igualitario». Pasen y vean lo que nunca han visto, asómbrense de lo que ustedes mismos han conseguido, porque «esta ciudad lo ha demostrado en este tiempo y se ha echado a la calle por las pensiones, por el feminismo, por la Sanidad, por la Escuela… Inundando Cádiz de mareas de colores».

Ya lo sé. No se reconoce usted en esto y yo tampoco. Una cosa son los discursos triunfalistas, que siempre son opinables, y otra muy distinta los datos, que siempre son incontestables. No le hablaré de la carta-pasodoble del alcalde. No. Y eso que el cuerpo me pide un comentario de texto sobre la realidad y el deseo; incluso me pide el cuerpo poner en duda la defensa de una Universidad que cuando habla de mujeres científicas sigue pensando en Madame Curie y su microscopio y excluye a las mujeres que investigan la historia, la lengua, la literatura, como si la propia Universidad –la del cinturón frente al mar, que decía el alcalde– considerara que la investigación humanística no es una ciencia.

En fin. Todo esto ya lo había leído yo en alguna parte; todo esto ya estaba escrito antes; todo esto es tan distópico que cualquier día nos vemos «construyendo el Cádiz que las gaditanas y gaditanos llevamos en nuestros corazones».

¿Eso no lo había dicho ya Marta Meléndez? No sé, como le dije al principio, cada vez me veo más mañas de Don Quijote, y hasta me alegro. Al fin y al cabo, la locura transitoria siempre fue un atenuante.

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