Joaquín Sabina y la pirámide

Esta semana, ay, ni patronas, ni pesoes, ni barquitos, ni lealtades. Permítanme que solo piense en el pregonero

Andrés G. Latorre

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El otro día –ya saben, ese periodo comprendido entre el 7 de febrero de 1981 y esta misma mañana– leía un teletipo con unas declaraciones de Joaquín Sabina que afirmaba que no volvería a subirse a un escenario hasta que no se pudiera estar sin mascarilla ... y en unas condiciones que, por mantener la coherencia narrativa, se dieran en febrero de 1981 quitando el hecho de que entraran guardia civiles con aviesas intenciones. «Será subirme al escenario para decir hola y adiós», recogía ese trozo evangélico de lo que eran unas largas declaraciones del divino ubetense. Les confieso que la lectura me amargó el día. Problemas del primer mundo son. Ni el coronavirus, ni el volcán de la Palma, ni los preparativos de la cosa de los barcos en Cádiz importaban ya. La idea de que Sabina pudiera apagarse como el Sol después de consumir su hidrógeno (el Sol, quiero decir) me dejaba más triste que un asesor de Diputación que hubiera consumido su confianza (de la presidenta, quiero decir).

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