Alfonso y la gesta con la Policía

De cómo nuestro caballero casi acaba en el calabozo tras una batalla en el mercado que a él le dijeron medieval

Durante julio y agosto, retomo la vieja costumbre en prensa de emplear la columna de opinión como solaz literario. Cualquier parecido de los hechos con la realidad es pura coincidencia. Puedes leer aquí la primera , la segunda y la tercera de las aventuras de ... nuestro caballero.

Si la primera lanzada inmunizadora de Pfizer afectó al bueno de nuestro caballero, la segunda lo sumió en un inesperado viaje del que él pensó que no tornaría. Febril, se imaginó en su Castilla natal y revivió alguna de las algaradas que había compartido con bravos compañeros. Aún creía estar en aquella tienda en la que don Juan Manuel, que con tan buen acento hablaba, le previno de los peligros de la corte cuando el buen rey Fernando lo acogió. Él, acostumbrado a que las consejas fueran: «No hay cosa en que el hombre se engañe más que en conocer a los hombres» ahora escuchaba a Víctor y César diciéndole «si vas al súper, mejor llevar tu propia bolsa». Ciertamente, le gustaba la marcialidad que conoció en su juventud y el sabor de aquel hipocrás del que gozó en Toledo, pero se acostumbró rápidamente al aire acondicionado y a la cerveza fría que salía de aquel mágico arcón. «Cosa debe ser de ángeles esta luz que vemos al abrir la puerta», dijo uno de los primeros días. «Sí, pero quien la cobra es el diablo», le respondió Víctor, al que nunca entendía Alfonso y al que tenía por bufón.

Una de las normas que se impuso el trío fue la de no romper la mascarada. Acordaron que si alguien quedaba extrañado del lenguaje de Alfonso, que pulían como al de un candidato en campaña o al de un futbolista cuando llega a Primera, lo atribuirían a locura. «Yo preferiría decir encantamiento», protestaba, a lo que los otros decían que esa respuesta también ayudaría. Como César y Víctor compartían piso, parte por hermandad parte por la eterna precariedad del empleo para los jóvenes por muchos años que tuvieran, podían controlarlo. Pero él era duro de controlar. Lo peor llegó una noche de verano en que se les escapó cerca de la catedral. Su paso despistado le llevó al mercado medieval y allí amenazó a uno de los actores que iba vestido a la usanza magrebí y vendía especias. «Oh maldito, amigo de ese follón de moro que me encantó. Dejad las baratijas y conmigo sois en batalla». Supieron tan bien la cuenta de la amenaza porque aparecía, azul sobre rosa, en la denuncia que le puso la Policía Local. «Pero ¿cómo pudiste pensar que de verdad era alguien de tu época si estaba cobrando con un datáfono?», le preguntó César. «¿Y por qué decís entonces que es de mi época si llenáis todo de bombillas, música y baratijas automáticas?» protestó el caballero palentino que, ante la pregunta insistente del camarero de que qué cerveza quería, le dijo «¿Ha dicho alcázar? Pues habrá que tomarlo». Sólo él y un señor elegante con la bandera de España en la mascarilla, rieron la ocurrencia.

Continuará

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