Opinión

Paradojas

Mientras en el agujero más oscuro del planeta las mujeres desafían al terror... aquí gobiernan tipas que, con axilas barbadas a modo de galones, mandan retirar tropas «invasoras»...

José Colón

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El pasado domingo 16 leí un artículo que me impresionó. Lo publicó «La Vanguardia» y me hubiera gustado tratarlo en la columna del día siguiente, pero me lo impidieron la obligación y el vicio.

La obligación la contraje con el director de La Voz, a quien tengo que mandarle los artículos dentro de un horario lógico para poder integrarlo en la edición del día siguiente. El vicio lo porto desde mi época universitaria y consiste en demorar la lectura de los periódicos para la tarde del domingo.

Por mor de esas circunstancias, la vocación periodística se frustra y siempre voy acumulando historias inspiradoras para tratarlas «la semana siguiente», con el riesgo que conlleva dejar macerar cualquier cuestión interesante en los tiempos vertiginosos que nos ha tocado vivir.

Pero el asunto abordado en aquel artículo soporta perfectamente el lapso de una semana. De hecho, tiene tanta trascendencia que resistiría durante un año entero los envites que suponen para el oficio periodístico el ictus del hijo de un torero, el enchufe sesentamilmillonario de un sinvergüenza a costa del erario público e incluso la revelación orwelliana de un ex usuario de chaqueta de pana.

Se trataba del infierno, no como el no-lugar donde son torturadas las almas de los pecadores, sino de un sitio físico y bien delimitado en el mapa, donde se practica una tortura sistemática y consentida hacia una parte de sus pobladores. Su nombre es Afghanistán y, las penadas, las mujeres. Concretamente, las niñas, a quienes los talibanes prohíben ir a la escuela, recibir ningún tipo de educación ni, por supuesto, formarse para ejercer una profesión. El artículo en cuestión describía cómo las chiquillas ponen en riesgo su vida, con el apoyo de sus familias y la abnegación de sus profesores, por asistir a clases clandestinas en horarios inverosímiles, en lugares infectos y carentes de cualquier tipo de comodidad como pudiera serlo un simple pupitre o una bombilla. Y relataba el drama de jóvenes universitarias a quienes la inefable cobardía occidental abandonó a la barbarie y cortó sus carreras de medicina, de ingeniería y de enseñanza.

Tras su lectura, pensé en la paradoja de que mientras en el agujero más oscuro del planeta las mujeres desafían al terror por conseguir aquello que debería considerarse sagrado, por básico, aquí gobiernan tipas que, con axilas barbadas a modo de galones, mandan retirar tropas «invasoras» que mantenían a raya a los salvajes y celebran que el gasto dedicado al armamento se destine ahora a montar talleres de masturbación o a chiringuitos donde graduadas en quinto de depravación enseñan a niños de primaria las bondades del sexo anal.

Y cuando veo a la ministra de la rama clamando por ayuda psiquiátrica con lenguaje no verbal mientras que, con el verbal, pide la castración del género masculino para cortar la expansión de la maldad en La Tierra, pienso en lo oportuno que hubiera sido que, en lugar de un viaje de cuchipandi a las tiendas de Times Square como sustitutivo del prozac, este gobierno progresista, feminista y luchador infatigable por los derechos humanos universales hubiera enviado a la alegre pandilla a Kabul, a fin de reunirse con aquellos practicantes de la religión del Amor y convencerlos para que autorizaran el vuelo de regreso cargado de universitarias a quienes seguir formando en España. Es seguro que la jefa de delegación hubiera negociado hábilmente. Si ha llegado a donde ha llegado, alguna habilidad tendrá.

Ya puestos, no deberíamos conformarnos con llenar el Falcon, sino cargar varios Hércules. Al fin y al cabo, el presupuesto para masajes clitorianos excede con creces el coste del flete.

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