Orwell en La Moncloa

Justo cuando este país comprobaba que un presidente del gobierno cumplía su palabra hasta el final y se disponía a transferir el poder a un gestor gris y eficiente que se limitara a seguir el rail, reventaron la catenaria

José Colón

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La primera vez que oí el término 'Batalla Cultural' fue una mañana del mes de noviembre de 2005. Mis mellizas contaban cinco meses de vida, yo 7 años como abogado y España llevaba un año y medio sufriendo las secuelas del 11-M. Gobernaba por aquel entonces un tipo ridículo, hueco y necio de manual y en los hogares de media España, al empezar el día, sonaba la voz de Federico Jiménez Losantos tronando contra el BOE y cargando las pilas del personal.

Habíamos sido felices con Aznar. El paro se redujo a mínimos históricos, la gente podía permitirse planearse una vida decente y disfrutábamos, sin saberlo, de una sensación de estabilidad política nacional que hoy calificaríamos de ensoñación. Si, además, tu país te dolía un poco, podías contarte entre los orgullosos por la posición de relevancia internacional que cobraba España por aquellos tiempos. Y no me refiero a las gansadas de Jose Mari en el rancho, sino al papel clave que mi país jugaba en la Unión Europea y en el conjunto iberoamericano.

Estábamos tan relajados que nos reíamos de las satirizaciones fabricadas por los dicharacheros reporteros del 'Caiga Quien Caiga' sin preocuparnos por la afinidad ideológica con el pobre objeto de escarnio. Los monólogos y las tertulias humorísticas se asentaban en nuestra programación radiotelevisiva y las reuniones familiares interregionales se celebraban sin miedo a la trifulca, aunque fuera a costa de hablar catalán en la intimidad.

Atrás quedaron, muy lejos, los escándalos de corrupción y latrocinio del partido socialista. La clase política, en general, estaba nutrida de gente capacitada y la palabra 'cuota' solo se usaba para pagar el gimnasio. Pujol mantenía su cortijo tranquilo a base de trespercents (único lenguaje conocido por ese rebaño) y los asesinos del norte estaban acorralados en su infecta taberna.

El lema del presi se hizo cierto. España iba bien. Y eso les fue insoportable. La Maldad siempre retuerce las entrañas del Enemigo cuando la vida te sonríe. Por eso, justo cuando –por primera vez en mucho tiempo–, este país comprobaba que un presidente del gobierno cumplía su palabra hasta el final y se disponía a transferir el poder a un gestor gris y eficiente que se limitara a seguir el rail, reventaron la catenaria.

Aún aturdidos por el golpe, veíamos cómo se comenzaban a desmontar los cimientos de nuestro país, perplejos ante la complicidad necesaria de ocho millones de compatriotas que habían salido del paro, la ruina y de su pueblo (cada verano, con Curro al Caribe) gracias al gobierno anterior. Así que, entre los tirones de orejas de Federico, las lecturas de Revel, el descubrimiento de Pío Moa y las asistencias al Campus de la Fundación de Aznar para el Análisis de Estudios Sociales, tuve la suerte de conocer y relacionarme con gente de una altura intelectual considerable y una preparación profesional que acomplejaría a cualquier delegado de zona franca si este último conociera el significado de la palabra 'vergüenza'.

Han pasado 17 años de aquello. Mis hijas se afanan para obtener una nota que les permita estudiar lo que quieren mientras su padre se angustia tratando de salvar sus asientos de la destrucción social que este gobierno está perpetrando. La desesperanza se adueña de nuestras mañanas y la perplejidad que nos causaba el apoyo político al enemigo ahora nos causa repugnancia. Se barruntan nubarrones muy oscuros y no tenemos a la vista ningún bote salvavidas.

Y en esta situación, el partido que aspira a gobernar España pone al frente de sus direcciones a indigentes intelectuales, maestros en el doblamiento de cerviz, juntamiento de deditos y adoración gozosa a un líder tan oscuro como el Gran Hermano. Y no me refiero al de Mediaset.

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