Al filito

La brecha

Lo que sí expondré es una serie de cuestionamientos que me surgieron entre el popurrí de reivindicaciones que llegaron a mi vista y oídos

Ya pasó. Como acto tardío de un festival para los jartibles más recalcitrantes, la manifestación del pasado viernes acogió al conjunto más heterodoxo que pudiera uno imaginarse si no hubiera nacido en Cádiz y no anduviera acostumbrado al disparate surrealista. ...

Lo que sí expondré es una serie de cuestionamientos que me surgieron entre el popurrí de reivindicaciones que llegaron a mi vista y oídos. La primera de ellas se refiere a la defensa de la causa palestina y los ataques a Israel y la ausencia absoluta de algún mensaje de repulsa, reproche o condena a las execrables violaciones, asesinatos y mutilaciones realizadas a mujeres y niñas israelíes cometidos por las bestias asesinas de Hamás. En esa línea, traté de hallar alguna charanga que portara alguna pancarta en la que lucieran los rostros de la manada de salvajes detenidos por haber violado a una chiquilla de 15 años en Valencia, como se hizo con la famosa de los sanfermines. Pero no encontré ninguna y me preguntó si la razón devenía porque aquellos animales no eran españoles.

Me llamó también la atención un nutrido centenar de señoras en derredor de un banco en el que se erguía una mujer bajita, de pelo moreno, piel canela y acento centro-americano. Esta chillaba aguda y estentóreamente al altavoz que portaba en su mano reclamando «el fin de la esclavitud de las trabajadoras de hogar sin papeles» (literalmente) entre vítores y puños alzados. Quien escribe, que es abogado en ejercicio, se preguntaba por qué esas señoras no acuden a la inspección de trabajo, al bufete de algún compañero laboralista o a la mansión de Irene Montero para denunciar al infame ser opresor que la esté sometiendo a ese degradante régimen que, curiosamente, no les impidió estar un viernes por la tarde en la calle haciendo lo que más les placía en ese momento.

Como siempre, me rompió los esquemas otro grupo -que, aunque minoritario, es numeroso- constituido por hombres acompañantes, portadores de sonrisa amplia, atuendo morado y compostura blandita, asistiendo imperturbables a cánticos y coros en los que se insulta a padres, hijos y hermanos -y a ellos mismo- llamándoles violadores por el simple hecho de vestir pantalón. Me recordaban a esos miembros de partidos políticos acomplejados que se se meten en estos saraos para que los escupan y orinen y de donde no van a obtener rédito alguno. Todo con tal de no ser calificados de «fachas» por las hordas (con «h», que conste) que, inevitablemente, les van a llamar así.

Y, por último, la inevitable reivindicación de superación de la tan manida como ficticia «brecha salarial». La mayor falacia escrita nunca al respecto, pues no existe un solo caso de mujer que, realizando el mismo empleo que un hombre, el mismo tiempo y en la misma empresa, cobre menos que éste. Entre otras cosas, porque la Ley lo impide.

 No se engañen, aquí la única y auténtica fisura la sufren las mujeres que se levantan cada mañana para atender sus trabajos y sus familias para sacarlos adelante, que superan con esfuerzo y dedicación los palos en las ruedas y que lidian con una casta parasitaria que le roba la mitad del fruto de su esfuerzo y sacrificio para que unas golfas (y golfos, que en esto no hay desigualdad), sin más mérito que haberse arrimado convenientemente al jefe de la banda, jueguen a ser «ministre», «directore» general o «embajadore» en algún organismo internacional.

Esa es la brecha. Y hay que coserla cuanto antes. Por lo menos, con la misma celeridad con la que hace 20 años borraron todas las pruebas de los atentados de Atocha. De lo contrario, seguiremos desangrándonos y, el Mal, triunfando.

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