Las modernas inquisiciones

Al final, el pensamiento único, que imaginamos, ilusos, como genuinamente personal, no deja de ejercer su acción protectora y paternalista invadiendo todas las esferas posibles

Felicidad Rodríguez

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El mayo del 68 francés y sus eslóganes estudiantiles, 'apaguen la televisión; abramos los ojos', 'prohibido prohibir' o 'no me liberen; yo me basto para eso' no dejan, en cierta manera, de dejarnos un regusto hoy a alucinación transitoria y romántica. El paternalismo, de una forma u otra, nunca ha dejado de estar presente en nuestras sociedades. No hay que retrotraerse a antiguas dictaduras, ni acercarse a las que todavía persisten, para oler ese tufillo protector que orienta a lo que debemos o no debemos hacer, saber, creer, admirar..., una especie de manto preventivo para protegernos de nosotros mismos, indefensos humanos, que nunca ha dejado de abandonarnos del todo.

Hubo un momento en el que se discutía el voto femenino con el argumento de que el pensamiento de las mujeres estaba bajo el dominio del clero, como si los hombres del momento fuesen todos ellos lumbreras con un acervado y profundo espíritu crítico. Todo fuera por protegernos de nuestras inclinaciones naturales. Las cosas parecen haber cambiado, aunque quizá no tanto. Aparentemente hoy se nos está permitido todo o casi todo. A los jóvenes infantes, e infantas, no se les prohíbe prácticamente nada. Son personas pequeñas humanas, lo de hablar de niñas y niños está ya en camino de lo políticamente incorrecto, con capacidad para decidir sobre todo lo imaginable, incluida la propia identidad. Los estudiantes de las barricadas parisinas del 68 ni de lejos hubiesen imaginado que, 50 años después, se lograse alcanzar tal grado de libertad.

Aunque quizá solo se trate de otra alucinación más, de una percepción errónea de la realidad ante la ausencia de herramientas educativas para potenciar el discernimiento crítico. Al final, el pensamiento único, que imaginamos, ilusos, como genuinamente personal, no deja de ejercer su acción protectora y paternalista invadiendo todas las esferas posibles. No deja de ser curioso que esa infinita libertad, que se supone nos hemos otorgado y que en no en pocas ocasiones invade paradójicamente la libertad de otros, venga acompañada de prohibiciones absurdas que terminamos de aceptar como exponentes de nuestra avanzada capacidad de decisión propia. La prueba del algodón de que no hemos avanzado tanto como imaginamos, y de que finalmente siempre hay quien decide por nosotros lo que debemos ser, hacer o creer, viene con frecuencia confirmada de la manera con la que nos convencen, como si de una decisión propia se tratase, sobre cómo debemos acercarnos a las artes o a la literatura.

En otras épocas menos avanzadas que la nuestra ese acercamiento se imponía de manera expeditiva; Volterra cubría las desnudeces de las obras de Miguel Ángel, la Inquisición prohibía la lectura del Lazarillo o de la Celestina o la sinrazón nazi quemaba directamente los libros en la Babelplatz.

Ahora somos nosotros los que convencidos por esa nunca eliminada protección paternalista, de nuestra superioridad moral, derribamos estatuas, eliminamos de nuestras lecturas a Otelo o al Mercader de Venecia, desterramos las aventuras de Huckelberry Finn, escuchamos con suspicacia a Wagner o miramos a Picasso como sospechoso. En realidad, no hemos cambiado demasiado; en todo caso, ahora nos creemos que las decisiones las tomamos nosotros.

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