OPINIÓN

Censura

El mundo literario y no literario se ha plantado y ha dicho basta

Felicidad Rodríguez

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Ya queda menos para la celebración del Congreso de la Lengua y no faltará quien, aprovechando la reunión de los académicos, inste a la revisión del diccionario de la RAE para que lo adapten a lo políticamente correcto. No sería la primera vez que se planteen iniciativas absurdas para manipular y censurar al diccionario; incluso alguien llegó a tachar de «aberración contra la humanidad» el que un informe de la Academia indicara que «si se aplicaran las directrices propuestas en las guías de lenguaje no sexista en sus términos más estrictos, no se podría hablar».

Pero como hay gente inmune al desaliento, posiblemente a más de uno, o de una, se le ocurra proponer la eliminación de palabras como «gordo», «feo» o «calvo» no vaya a ser que se haga un uso inapropiado de esos, u otros términos, que hiera, valga la redundancia, nuestra hiperestésica sensibilidad. La censura está en todo, en la información, en el cine, en los textos. En Canadá se quemaron libros de Astérix o Pocahontas porque, según los instigadores de la fogata, mostraban prejuicios contra los indígenas.

En nuestro país, se han eliminado de algunas bibliotecas a «Cenicienta», «Blancanieves» o «Caperucita Roja» por sexistas o a «La bella y la bestia» por riesgo potencial hacia la violencia. Los ingleses se llevan la palma últimamente en eso de controlar lecturas; todos sabemos, gracias al estudio de sesudos investigadores británicos, que el Rey León exalta el racismo. Lo último, la manipulación de los cuentos de Roald Dahl para adaptarlos a esos cánones vigentes que, realmente, si que están llenos de prejuicios y que parecen partir de la premisa de que los lectores, niños o mayores, son tontos por definición.

Así que decidieron eliminar de sus obras esos términos de «gordo» y «feo». También de «calvo» no fuera a ser que se nos ocurriese acusar a las mujeres con calva de practicar la brujería. Matilda ya no puede leer «El libro de la selva», abominable muestra de colonialismo, y tiene que contentarse con la sensibilidad de Jane Austen. A veces es más que complicado meterse en los engranajes neuronales del censor, y uno se pregunta en que estaría pensando cuando decide que las tortugas del Sr. Hoppy no pueden venir del norte de África. Afortunadamente, en esta ocasión, el mundo literario y no literario se ha plantado y ha dicho basta. Desde Salman Rushdie hasta Camilla son muchos los que se han manifestado por la libertad de creación y de expresión, de manera que la editorial ha tenido que dar un paso atrás.

Pero todo se andará y no sería extraño que, en algún momento y poniendo, por ejemplo, películas basadas en las obras de Roald Dahl, se llegase a prohibir «Charlie y la fábrica de chocolate» o se retocase la magnífica caracterización de Angelica Houston en «La maldición de las brujas» donde la actriz aparece viejísima, feísima, arrugadísima, llena de verrugas y calva bajo el sombrero. Porque las brujas no pueden representarse de esa manera mostrándose como prototipos arcaicos llenos de prejuicios y que, además, asusten a los niños. Nada que ver con nuestra joven y botorixada bruja Piti, a la que, por cierto, y para no herir sensibilidades, habría que dejar de someter a ese espectáculo anacrónico y aberrante de la hoguera pública.

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