opinión

Getsemaní

El hambre se ha convertido en el arma de guerra más destructiva

Antonio Ares

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En aquel huerto no crecían verdes hortalizas. Allí no se cultivaban frutales, ni si quiera el olor a azahar inundaba los prolegómenos primaverales. Ni tomillo, ni alhucema, ni albahaca, ni hierbabuena. En una esquina había una higuera ostentosa con sus hojas de color verde rutilante. ... Nadie lo vigilaba. Por las noches permanecían abiertas sus puertas desvencijadas que no disuadían ni a propios ni a extraños. Sus propietarios confiaban en las buenas maneras de los paisanos. Sólo algunos niños osaban a irrumpir a deshoras en busca de algo que llevarse a la boca. Las noches de luna nueva el recio negro cubría las copas de los olivos a los que hacía poco que se les habían esquilmado los frutos de su AOVE. Allí se había construido la Basílica de las Naciones, conocida por algunos como la Piedra de la Agonía, en su lado norte estaba la tumba de la Virgen María, muy próxima la Iglesia ortodoxa de Grecia, y muy cerca la ortodoxa rusa de Santa María Magdalena. Aquella parcela rústica, después de más de dos mil años, seguía indemne a religiones monoteístas y a especulaciones urbanísticas. Muchas habían sido las manos propietarias que a lo largo de la historia habían cumplido con sus diezmos, pero aún al entrar, a creyentes e incrédulos se les aceleraba el pulso, como si una energía inexplicable se apoderara de voluntades. Todavía resonaban las pisadas del apóstol traidor, aún se podían escuchar las tres negaciones del arrepentido. Se podía palpar que la angustia y el sudor con color de sangre bajaban a la tierra mundana de Nazaret.

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